Hace unos días, antes de irme a dormir, recordaba mi niñez con cierta melancolía. En mi memoria pasaban momentos de mi vida en que ser niño era vivir sin saber qué era la política, qué era la discriminación o tal vez el racismo. Ahora que lo pienso, dentro de todas mis carencias fui un privilegiado. A mis cortos siete u ocho años otros niños ya se ganaban el pan de cada día con el sudor de su frente en una grisácea calle de inicio de los noventa. Ahora, bordeando casi los cuarenta años, mi yo del pasado me invita a retroceder y así olvidarme de la vorágine que se ha vuelto este país.
Ahora, no hay un momento en el día en que tenga que presenciar lo tan polarizados que nos encontramos; y pensar que hace solamente 4 años atrás todos los peruanos nos confundíamos en un prolongado abrazo por haber clasificado a un mundial de fútbol, el opio moderno para muchos. Pero eso solo era una ilusión.
Intentar dar tu opinión en las redes sociales es prácticamente un boleto sin retorno para que tus amistades o familiares te estigmaticen por favorecer a tal cual partido político. No hay punto medio muchas veces, y la cordura ha sido reemplazada por un fanatismo que linda con la creencia acérrima de una religión en el siglo doce.
He visto comentarios de amigos míos diciendo, textualmente, que “si votaste por tal candidato no podría conversar con un comunista. Elimíname, bloquéame, porque no podría ser amigo de una persona incapaz de razonar”. Otros manifiestan abiertamente que dejarán de visitar el Cusco porque la mayoría votó por el hombre nacido en Chota. Y del otro lado señalan que los privilegiados deberían de irse del país, o criticarlos por el color de su cabello o sus ojos. Así de destruidos como sociedad estamos.
Los de arriba culpan a los sureños por darle la espalda a un modelo económico que solo ha ido creando más brechas entre ricos y pobres.
Los de abajo acusan a los capitalinos de vivir encerrados en una burbuja y pensar solamente en ellos.
Los de arriba defienden una utópica “democracia” que solamente aparece cuando está del lado de ellos, y se esfuma cuando chocan con los intereses de los más poderosos y corruptos.
Los de abajo piden que se les tome en cuenta en las decisiones del gobierno.
Los de arriba insultan, los de abajo también insultan.
Los de arriba terruquean a los que piensan distinto a ellos. Los de abajo vivieron el terrorismo en carne viva.
Y esas diatribas y sacadas de lenguas fueron bien elaboradas por dos candidatos que no merecen ser nombrados como nuestro futuro presidente. Ni naranja ni rojo. Pues todo lo que hicieron fue ir destapando ese rencor y racismo que se ha ido ocultando desde el colonialismo. Los poros del resentimiento se han ido abriendo y solo nos van dejando un país que nunca terminó de cuajarse aquella mañana de 1821.
200 años y el país pareciera estar pegado con una curita a punto de resbalarse de la superficie, esa curita que a la fuerza intenta sujetar a dos casados que por mucho que se esfuercen por salvar la relación ya no se soportan más, pero tienen que seguir conviviendo porque no hay otra opción.
Amor u odio, bueno o malo, frío o caliente, negro o blanco, izquierda o derecha, arriba o abajo, es el triste sistema binario que hemos ido creando e inconscientemente muchos de nosotros hemos fomentado durante décadas.
Volveré entonces esta noche antes de irme a dormir, a pensar que mi país se quedó guardado en mi niñez y que es ahí donde me gustaría que un día mis hijos conozcan; sin rencores ni partidos, sin apellidos ni colores, donde el vaivén sea solo un juego más y que los que están arriba por un momento caigan para darles impulso a los que se encuentran abajo, y así sucesivamente porque el juego se acaba si uno deja de moverse para levantar al otro.