Por Raúl Villavicencio
Del latín ‘Carne vale’, que viene a ser “adiós a la carne”, de la época de los Romanos, estrechamente vinculada años después al Cristianismo con los preparativos de la Cuaresma, los carnavales a través de los siglos ha representado una época donde las personas pueden dar rienda suelta a todo aquello prohibido durante el año, llegando incluso a orgías y bacanales donde todo, absolutamente todo, estaba permitido.
En el Perú, dependiendo del lugar, los carnavales pueden durar una semana hasta un mes, correspondiendo al mes de febrero ese momento donde los niños y adultos se maquillan con pinturas naturales el rostro y todo el cuerpo, se arrojan agua o talco, danzan alrededor de un árbol, o beben cantidades incalculables de licor. Son esas fechas donde se puede satirizar a nuestras autoridades con inmensas alegorías, disfrazarse con atuendos típicos de la región, cantar, bailar, juntarse con las amistades y dejar que nuestros sentidos se dejen llevar por la música y la efervescencia.
Sus primeras celebraciones datan de 1544, proveniente de los españoles; sin embargo, existen registros de que en distintas regiones del incanato era usual de los antiguos habitantes el colocarse máscaras en claro distintivo festivo.
Los carnavales también tienen una fuerte connotación sociológica en el sentido de que las distintas clases sociales podían celebrarla a su manera, de los más altos oligarcas coloniales, pasando por los mestizos, e incluso los esclavos, pues sus amos veían conveniente otorgarles unos cuantos días de distensión ya que el resto del año iban a trabajar arduamente, evitando así posibles revueltas contra ellos.
Continuando con la época colonial, los ciudadanos utilizaban cáscaras de huevo vacías para rellenarlas con agua o pintura, ya que aún no se inventaban los globos.
Ya en la época republicana, esas costumbres continuaron manteniéndose bajo ciertos matices como por ejemplo la inclusión de bailes tradicionales peruanos, sobre todo de los afrodescendientes, resistidos en un principio por la clase alta al considerarlas herejes.
Durante el oncenio de Leguía se intentó reordenar esa festividad haciéndola parecer más a la usanza europea, con corsos, flores, confetis y hasta una reina del carnaval. Con la llegada de Manuel Prado se instauró que se celebre solo un domingo, pero la población la fue celebrando cada domingo, tal como hasta ahora se acostumbra.
(Columna publicada en Diario UNO)