Los peruanos son gente curiosa: los héroes que admiran son perdedores, los equipos de fútbol a los que reciben con honores fueron en verdad ampliamente derrotados y Lima, su adorada capital, es una ciudad en ruinas, fea, desordenada, sucia y con un tráfico vehicular y un transporte público que son el mismo infierno.
Y así, en estado catástrofico, Lima cumple 484 años de fundada. La mayor parte de la ciudad es horrible, hay barrios que se inundan con aguas pestilentes y sectores de nuestra capital que tienen valor histórico y arquitectónico se derrumban poco a poco o se queman en incendios sin que a nadie le importe demasiado.
Es el caso de Barrios Altos, de partes del Rímac, de Miraflores y Barranco (donde se deja que viejas y bellas casonas se vengan abajo para poder construir edificios «modernos» en el terreno liberado). Eso ocurre a vista y paciencia de todo el mundo, en la indiferencia casi general de quienes se llenan la boca evocando a «la tres veces coronada villa», «la ciudad jardín» y otras boludeces que hoy no son sino mentiras.
De la Lima todavía agradable en la que nací, crecí y viví mi primera juventud ya no queda casi nada. Sólo el recuerdo y tal vez la nostalgia. La ciudad de un millón de habitantes (o menos) de mediados del siglo pasado es hoy una megalópolis de más de ocho millones y, sin embargo, nada ha sido hecho con verdadera seriedad para que la ciudad pueda adaptarse a este crecimiento desmesurado. Por eso hoy, con sano espíritu de aguafiestas, una conocida urbanista ha dicho: «La imagen de Lima es la de los perros comiendo basura en las calles».