Por: Raúl Villavicencio H.
Cómo es posible que un mujeriego, bebedor compulsivo, coimero, y sobre todo nazi se encuentre enterrado en el sagrado monte de Sion en Jerusalén. Oskar Schindler pudo ser todo eso y mucho más, pero sus actos durante la etapa más terrorífica del Holocausto, hicieron que eso pase a un segundo, tercero o cuarto plano.
Aquel empresario alemán derrochó toda su fortuna, TODA, en salvar a los judíos que trabajaban para él. Los medios para tan loable acto pueden no ser los más idóneos, pero los resultados jamás serán olvidados.
Aunque en un comienzo las intenciones de Schindler durante la guerra eran hacer la mayor cantidad de dinero posible, con el tiempo esa mentalidad mercantilista se fue trastocando a la de un benefactor omnipresente para la comunidad judía.
El punto de inflexión se habría dado en 1943, cuando las fuerzas nazis aniquilaron a casi todo un gueto judío, todo frente a los ojos de Shindler, que solamente podía ver y escuchar horrorizado los gritos de dolor, las miradas de misericordia, el último aliento de los miles desamparados.
Consciente que su propósito lo llevaría indefectiblemente a la ruina financiera y social, Oskar no titubeó ni un minuto en proteger a sus empleados del yugo nazi, sobornando con su carisma innato a muchos altos funcionarios nazis, pagando por cada uno de ellos altas sumas de dinero que por ese entonces iban menguando de sus arcas. De no haberse desprendido de todas sus riquezas, aquellos judíos (que ahora han dejado generaciones detrás de ellos) habrían ido a parar a los campos de exterminio, como los otros seis millones de sus compatriotas.
Acabada la guerra, como era de esperarse, Shindler, al ser un calificado como un criminal nazi, tuvo que escapar de Alemania sin un centavo en sus bolsillos. Sus ex empleados, entre ellos su leal contador Itzhak Stern, tuvieron que atestiguar a favor de él ante los estadounidenses. En palabras del escritor Herbert Steinhouse, Schindler era “un oportunista arrepentido que vio la luz y se rebeló contra el sadismo y la vil criminalidad que le rodeaba”.
Los judíos salvados por Shindler le hicieron un anillo fundido de un diente de oro con la frase “quien salva una vida, salva al mundo entero”. Falleció el 9 de octubre de 1974.
(Columna publicada en el Diario Uno).