Literatura

LONTANANZA

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CASI ETERNOS

Regresó… y se volvió sin verla. Tal vez fue una premonición cifrada para Yover no poder escribirle a su mejor amigo de ella; se le amputaron las manos, dedo por dedo como si fuesen años, y quedó paralizado ante un alud visual de recuerdos, que fueron sedándolo de a poquitos.

 

Su cabeza, besada por las evocaciones, era un collage de realidades afines que nunca coincidieron. Era como ver una película en retroceso pero rapidito.

 

Recuerda que antes de viajar intercambiaron un par de llamadas telefónicas, adelantándose saludos y procurándose buenos deseos. Deseos de verse y pasar más que un momento agradable, una fotografía de antología.

 

Después de tanto tiempo, para él era motivador percibir la ausencia de rencor y de malos recuerdos. Sus prolongados acentos y la dulce voz de Cielo parecían enmelar el auricular de Yover, mientras la proyectaba    casi-casi a su paso.

 

—   ¿Podré verte?

 

—   Yo creo que sí

 

—   ¿Podré verte yo a ti?

 

—   Esperemos que sí

 

Cuando Yover nació, en el año 1984, el Fenómeno del Niño desolaba torrencialmente con tierras, plantaciones, ganados y viviendas del norte del país. Sus padres lo perdieron todo: granja, cultivo, hatos de ovejas y bueyes y su hogar.

 

Solicitaron cuantiosos préstamos a casas bancarias, prestamistas, ladronzuelos y embaucadores, pero ninguno pudo ayudarlos. Hasta que se vieron en la necesidad de acudir a la familia.

 

Los padres de Yover siempre creyeron estar solos en el mundo. Nunca mantenían contacto con sus familiares, ni si quiera los más cercanos. Evitaban asistir a los cumpleaños, bodas de diamantes, velorios o cualquier otra festividad consanguínea. Vivían a las afueras de la ciudad para que sea imposible visitarlos, y no contaban con teléfono en casa, para que nadie pudiera molestar la aparente tranquilidad de su hogar.

 

Después del diluvio, no les quedó más que asistir a casa de las hermanas del padre de Yover, que tenían un negocio de electrodomésticos en el centro de la ciudad. Como no poseían nada a cambio, no les quedó más remedio que dejar a concesión a sus dos hijos recién nacidos: Yover y su melliza.

 

El varoncito, un alboroto escuálido, no pesaba más de tres kilos y fue a parar a las manos de su tía Evangelina; mientras que la mujercita, una niña de bellos ojos, fue a parar a manos de su tía Adelicia.

 

No sé quién de los dos nació primero. No importa mucho, pero no parecían hermanos…

 

Durante su infancia mantuvieron una relación de primos. Pero nunca dejaron de conocer su verdadero vínculo. Se visitaban con las tías y con sus hermanos mayores (primos, en el fondo) y los dejaban jugar siempre juntos dentro de un patio con enredaderas en las paredes, para sus incesantes travesuras… empezaba la hora loca, el papá y la mamá, el médico y su eterna paciente.

 

Aquella eternidad se alargó durante el tiempo de la adolescencia. Los juegos casi pueriles se convirtieron en un eterno retorno, un sube y baja unánime por el deseo candente de tapear los vacíos, de buscar salidas y explicaciones a sus diversas y concéntricas realidades.

La verdad es que sus padres nunca volvieron a preguntar por ellos. Se secaron las aguas y, posiblemente, los padres de Yover volvieron a practicar tal indiferencia que los mantuvo alejados de su familia durante mucho tiempo. Y sus hijos, probablemente, es lo único que heredaron de ellos.

Cuando cumplieron 16 años, ya en su último mes de colegio, ocurrieron una serie de acontecimientos que ni él mismo podía explicarse años más tarde. Buscaba una respuesta ante una pregunta suspendida en el aire, que era parte de su pasado y que lo jalaba como un juguete, con el hilo transparente de su desconcierto.

 

Todos los viernes se encontraban a la salida del colegio, cuando el sol de mediodía hacía brotar de los cuerpos un sudor ácido, impregnándolos de cierta melosidad que hacía brillar la piel con un viso huraño. Con el ahorro de sus propinas, alquilaban una habitación muy cerca al río, de modo que el fresco del malecón entraba rezagado por la única ventana elevada, que parecía una cometa estática sobre la pared.

 

El último viernes que Yover se encontró con Cielo, la vio entrar por el vano de la puerta, acompañada de una densa nube de aire caliente. Pasaron. Ella dejó su mochila sobre la mesa de noche mientras la pesada respiración se asentaba en toda la habitación.

 

Parecía haber ganado un poco de peso. Parecía arrastrar unas cuantas malas noches porque sus ojos se caían de negro por debajo de sus pestañas. Por un momento, no sé supo quien entró… ¿una mala noticia? Sí, de esas que nunca se desean escuchar a esa edad.

 

Minutos después

 

Yover salió como un aguacero, impetuoso, repentino, helado.

 

Los dos debían darse una noticia. Una mala y otra “buena”. La “buena” es que Cielo estaba embarazada. La mala, es que Yover, no iba a estar para sobrellevar esa “buena” noticia.

 

Durante años nunca volvieron a saber nada el uno del otro, hasta aquel intercambio de llamadas que pareció desapercibido ante la posibilidad real de un encuentro. Yover no regresaba a su ciudad natal después de más de 10 años, cuando su última vez salió hecho un nervio tirante de aquella habitación, tomó un moto-taxi, sintió lo último que le podía regalar esa ciudad (su brisa) y se olvidó de los estudios para viajar a la capital y trabajar con sus padrinos, que mantenían un pequeño negocio de fotografía.

 

Regresó…

 

Era época de navidad y pensó que no había mejor oportunidad para conversar y curar heridas que el tiempo suele abrazar con cierta imprudencia. Cuando volvió a llamar al mismo número de celular, con la intención de encontrarse con Cielo, éste se encontraba fuera de servicio.

 

Acudió a casa de su tía Adelicia, para hallar razón de su hermana, pero tampoco le dieron referencias certeras sobre su paradero.

 

Era como si a Cielo una lluvia intensa la hubiese sepultado bajo tierra.

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