Cuando era niño me hacía suponer que detrás de esos antisépticos mandiles blancos se hallaba un superhéroe. La diferencia abrumadora de edad entre nosotros dos y la ausencia de mi padre lo fueron haciendo acreedor de una serie de responsabilidades para sus hermanos menores.
A pesar que no eran responsabilidades económicas mantenía cierto compromiso para ayudar al bienestar de la familia. Sobresalía en temas de recreación, como jugar en la selección de fulbito de padres, los sábados deportivos de mi colegio. “Marquen al negro que se nos pasa como en su casa” advertía la defensa a la línea de ataque, para no dejarlo salir. Creo que era arquero jugador y máximo goleador del campeonato.
También pensaba que la podía hacer de futbolista profesional.
Más de diez años después, desde que cruza la puerta de la casa es una verdadera incógnita. Los mandiles blancos llegan con la mirada cabizbaja, soportando a diario un excesivo peso de equipaje.
Con un silencio madrugador de museo de Louvre (terrorífico) entra y arremete subversivamente contra mi espacio. No son necesarias las palabras para sentirse invadido. Pero el entra casi un dictador, con el paso recogido en su fe hacia él, ensimismado, me mira como si estuviese mirándose sobre un espejo. Y no duda en intercambiar una que otra palabra debido a su excesiva mudez.
Siempre he pensado que lleva una doble vida. Una vida de otro orden. Su rectitud me parece pura pantalla. Puro performance. Pura puesta en escena. Puro bluff…
El primer día que llegué a vivir a su casa me lanzó sus mandamientos: Amarás a Dios sobre todas las cosas, y no dejarás entrar mujeres a la habitación. Yo, anulado a la mitad de mis relaciones públicas no hice nada más que acatar la jerarquía tácita impuesta por la autoridad de turno.
Me lanzaba una amenaza de no mujeres, no humo de tabaco, no más mujeres, no alcohol, y ¡No mujeres! en la habitación…�
Una tarde nos encontrábamos haciendo las compras del mes en un supermercado. Yo me encontraba dando vueltas a toda velocidad encima del carrito mientras esperaba a mi hermano regresar del banco. Me había llamado la atención un sujeto que tenía cierto parecido a Michael More (la expresión regordeta en el rostro) que se encontraba en la sección de pastelería. Éste seguía metiendo cuantos panes pudiese sin percatarse que la bolsa se encontraba rota. Además llevaba colgado en el cuello un estetoscopio.
Pasaron unos segundos hasta que lo perdí de vista. Me encontré con mi hermano en la sección de aseo, cargamos todo lo que teníamos que llevar y nos fuimos a hacer la cola de larga espera.
Volteamos el último estante y nos situamos segundos en la fila con factura. Delante de nosotros se encontraba una joven pareja que no dejaba de discutir por la fractura que les ocasionaba dicha compra. No nos quedo más que esperar y soportar ese silencio ceremonial mientras escuchaba de fondo una canción de Soda Estéreo. Parecía incomodarle mi presencia, parecía querer decirme algo, parecía atragantarse con sus potenciales palabras y recurría a su celular. Yo me di cuenta y atiné a hablarle cuando de pronto una voz cortó mi intervención:
— ¡Doctor! —se escuchó. ¿Qué ha sido de su vida?
Al volver las miradas hacia atrás vi como este sujeto, con el estetoscopio en cuello, obeso hasta en los bordes, lo abordaba como si fuera un gran maestro. Era un amigo de su promoción de la escuela de medicina de la Universidad Nacional de Piura. Había sido compañero de interminables juergas y desbandes que sólo pueden ocurrir entre los aprendices de medicina. Como todo círculo social, mantienen sus códigos, sus nomenclaturas extra académicas, sus rituales y consagraciones. Conversaron de ciertos temas y recordaron otros bastante cómodos para mi hermano, hasta que su amigo le dijo:
— ¡Felipe! Tenemos que organizar un “banquete en la mazmorra”. Como en los high times— mencionó el estetoscopio en cuello.
Los ojos y las palabras de mi hermano parecieron desconectarse.
Silencio.
— Será cuestión de hacer unas llamadas de coordinación a la nueva promoción de fariseas— agregó “Moore”, mientras se desbordaba en carcajadas.
Descoordinado y algo nervioso por mi inquisitoria indagación sobre el “banquete en la mazmorra”, mi hermano atinó forzosamente abortar la conversación, a relamerse por dentro la desfachatez de su amigo ante el posible atentado contra su status quo.
No sé si el mensaje, cualquier de los tres en ese momento, llegó a ser decodificado. Lo cierto es que mientras aquel sujeto se despedía de mi hermano y de mí, él nos (me) miraba con cierta solemnidad, como si a mi lado estuviera un gran maestro, un Jedi y su último padawan.