Las noches eran más plácidas cuando había una historia antes de dormir, a la luz de la vieja lámpara de madera, pantalla blanca e interruptor de cadenilla, que mi padre apagaba luego de cerrar el libro y desearme las buenas noches. Quedaba rondando en mi cabeza la historia de Scheherezade, intentando salvarse de la demente y misógina revancha del sultán Schariar y las historias fantásticas que noche a noche la ayudaron a permanecer con vida, desde Aladino con su lámpara hasta Simbad, el marino, y sus siete viajes.
Quedaron también en mi memoria los escritos de Ricardo Palma en sus tradiciones peruanas, el cañoncito de Castilla, la calle de la manita, el obispo Chicheñó y el padre Pata, historias que me ayudaron a querer un poco el suelo que piso día a día y a interesarme en el derrotero de esta nación que parece no escarmentar a pesar de la historia que pesa sobre sus hombros.
Pero en la niñez, lejos aún de esas complicaciones, los libros siguieron abriéndose camino. Mi tía me leyó en una tarde “El Principito”, y mi padre trajo una colección de pequeños cuentos de bolsillo entre los que encontré las alucinantes aventuras del Barón de Münchhausen y los viajes de Gulliver. Las historias de Verne llegaron en una colección de Oveja Negra.
Mi padre los traía embolsados para que pudiera ser yo el primero en abrirlos. Pero si hay un libro que recuerdo con mucho cariño, es el de Senda 2, un libro marrón que leíamos en la escuela en segundo de primaria. Fue el primer libro que leí completo, de cabo a rabo, con la historia de Toni, Moncho y Mina, sus cometas, sus viajes y, claro, el perrito Pecas y el gato Darío. Maldigo el día en que perdí ese hermoso libro. Lo hubiera querido guardar para mis hijos.
Así, página tras página, relato tras relato, la fascinación por las descomunales aventuras me llevó hasta la biblioteca, donde empecé a coger libros que no debía. En el colegio le llamaron la atención a mis padres porque leía demasiado. Mi profesora sacó un libro “Psicosis”. Su hijo no puede leer estas cosas, dijo. Mi madre prohibió la entrada a la biblioteca.
Sin embargo, a los once años, y gracias a mi colegio y a sus crueles tareas vacacionales, logré leer la historia de Zezé y su minguito, una historia diferente, la que me desterró del reino de la fantasía y me hizo confrontar por primera vez la realidad, la ilusión, la soledad y la posibilidad de la pérdida absoluta. Fue el camino que en la adolescencia me permitió leer a Bryce y a Vargas Llosa. Esa vez el colegio no acertó y nos hizo leer “Conversación en la Catedral”.
A esa edad no tuve la suficiencia para disfrutar de los excelentes y complejos niveles narrativos de una obra estupenda, además de desconocer el marco histórico en el que se desarrollaba. Luego leí a García Márquez y el mundo fue un lugar mejor, me gradué de romántico y de hincha acérrimo del estoico Florentino Ariza. Hemingway aterrizo en mis manos casi por esos años, “El viejo y el mar” es un libro que leo una vez al año, como quien peregrina a La Meca.
Le escribí algunos poemas a una chica en los primeros años de la universidad, sin fortuna y dejándome la etiqueta de cursi para siempre. Pero a cambio recibí los sentidos versos de Vallejo y de la generación del 27. La literatura se alejó un poco de mi vida y vinieron en su reemplazo los pesados y aburridos libros de administración de empresas y recursos humanos. La vida se hizo adversa entonces, hubo que trabajar, estudiar y llegar a casa a ver como mi madre moría lentamente, día a día, sin ninguna historia que pudiera salvarla. Quería viajar, irme lejos, tomar un respiro. Los libros se convirtieron en ese refugio que tanto necesitaba, y, cada que podía iba a la librería a cargar con nuevas historias que solía leer en el bus, de camino al trabajo o regresando de él, mientras el resto miraba por la ventana el tráfico y el andar agotado de hombres con soga al cuello y maletín en mano. Entonces leí el libro definitivo, el que me cambió la vida por completo, el que me salvó de las fauces de la resignación y la tristeza. “Pregúntale al polvo”, de John Fante fue el empujón que me llevó a dar el salto definitivo. “¿Sabes qué, cholo?”, le dije a mi asistente un día en la oficina, “Ya me harté de todo esto. Voy a hacer lo que siempre quise”.
Aquí estoy, viendo cómo llega el alba, agradecido de contar con ese impulso que me despierta a la cinco de la mañana y me hace buscar una hoja en blanco para. La vida que siempre quise. La vida que le debo a los tantos libros que me salvaron el pellejo y me rescataron de los linderos de la locura. No es una vida sencilla, lo supe desde siempre gracias a Fante, pero es una vida con sentido, y siento que es más de lo que muchos en este mundo pueden pedir. Nunca llegó el viaje salvador que me desconectaría de la realidad y me daría un respiro, pero me di cuenta que no necesitaba irme lejos para reencontrarme, que huir no era la solución. Y en el silencio de los libros, con el susurro de voces distantes que terminaron por volverse tan familiares, aprendí a encontrarme, a aceptarme y a transformar mi entorno y dejar de estar pensando en todo lo demás que poco o nada importa. Los libros son un camino y un templo, son una experiencia personal, renovadora, un puente para hacerle frente a la vida y comprender la complejidad de este mundo.
En estos tiempos plagados de imágenes e información desmedida, de luces, colores y televisión a raudales, de tablets, smartphones y otras cajas bobas y enajenantes, los libros me dan ese tiempo a solas en el que puedo ejercitar mi imaginación, liberar mi mente, reconfortarme en la placidez del silencio. En esta hermosa ciudad estridente y chabacana, solo encuentro quietud cuando el sonido de las páginas apaga el bullicio; entonces quedo de cara ante la posibilidad de una nueva historia, de un nuevo comienzo, y de recordar, con enorme gratitud, el gesto de un hombre que aprovechó el poco tiempo que tuvo para hacerme libre, en esas noches plácidas en las que había una gran historia antes de dormir.