Por: Raúl Villavicencio H.
En una década distante, donde los ancianos eran jóvenes mozos y bellas damas, el tiempo transcurría en un vinil y los mensajes llegaban envueltos en cartas en un buzón, los silencios significaban prudencia y las noches rompían su quietud con el cantar de un enamoradizo trovador, ahí, en los grandes salones de baile las parejas se unían en una sola canción y era un beso tímido y a la vez febril la culminación de un cortejo prolongado que se había extendido por meses.
Era en esos tiempos donde las canciones de Leopoldo Dante Tévez, mejor conocido como Leo Dan, eran la mejor dedicatoria hacia el ser querido; sus letras servían de vía para aquel falto de palabra, o de aquel que necesitaba un poco más de valor para declararse al ser amado.
El joven veinteañero Leo sabía transmitir a través de sus canciones todo lo que uno quería decir en ese momento de sinceridad, que colocadas de manera precisa dentro de nuestras bocas significaron el inicio o el final de muchas relaciones.
Popular y exitoso supo hacerse un camino en la televisión y en el cine, el “León de las Pampas” estaba al nivel de estrellas musicales como Palito Ortega, Sandro o Leonardo Favio en la década de los sesenta, permaneciendo en lo más alto hasta finales de los setenta. Luego, convertido ya al cristianismo, compartió su música romántica alternando su devoción a Dios.
Querido en muchos países, sobre todo por aquella generación perteneciente a nuestros padres, Leo Dan representa la melodía correcta, la afinación vocal, el mirar sereno, el cantar divino, el deleite de escucharlo, por enésima vez, bailando con nuestra pareja de toda una vida, aquella que conocimos en nuestra juventud y que tenemos el privilegio y la dicha de poder seguir sosteniendo su mano un año más.
Con más de 40 millones de discos vendidos en todo el mundo, el humilde gaucho de Santiago de Estero fue uno de los más grandes cantantes y compositores de esa época que no volverá y que solo queda como un grato recuerdo por aquellos ancianitos que hasta ahora, al volver a escuchar sus canciones, sus corazones pierden el paso y se emocionan como la primera vez. Descanse en paz, maestro de la balada.
Columna publicada en el Diario Uno.