Hace unas semanas nos enteramos que Ricardo Ayllón había ganado el Segundo Premio de Novela Infantil Altazor 2014 con su libro “Barrio de mascotas”. No resultó una sorpresa, desde luego, porque el “Ornitorrinco”—cuya adopción animalesca le surgió a partir de las observacionesque Guillermo Cabrera Infante hiciera acerca de la naturaleza de los textos, específicamente aquellas que tenían que ver con su vocación de cronista— es conocido justamente por eso, por esa hibridación, por ser capaz de desempeñarse tanto en la crónica como en la poesía, en la crítica literaria como en el periodismo cultural, y claro, también en la narrativa.
No sorprende, tampoco,que este chimbotano —que se fuera delpuerto a los 17 años para estudiar Derecho en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos,donde además hizo una maestría en Literatura Latinoamericana—, demuestre una vez más que siempre fue un escritor de infatigable indagación; un hurgador de posibilidades literarias, de formas, de lenguajes, de técnicas. De ahí que leer el libro no sea en ningún momento una actividad forzada, como podría pensarse de alguien que escribe solo para sentir el vértigo del ensayo-error.
Yo había leído algunos cuentos de Ricardo y uno que otro poema suyo, además de las reseñas y comentarios a los que nos tiene acostumbrados. Cuando llegó a mis manos un ejemplar del libro ganador lo leí de un tirón, y las consecuencias de la lectura—sin el temor que supone la pronta infidencia— las subrayo aquí mismo.
Pese a que han pasado muchos días desde que dejé el libro, el zorrito Sócrates sigue revoloteando, como si lo estuviera viendo en el páramo de Los Pinos removiendo los arbustos, en mi mente, oen esa jaulita donde se quedó de compañero de una hembra de su misma especie en el Vivero Forestal, cobijado por la visita constante de sus entrañables amigos. Sin embargo,no todo es alegría—¿por desgracia?—porque todavía, y quizás con más fuerza, siento la tristeza que significó la pérdida de Coloso, el pequeño Beagle que murió colgado por ladrarle a unos gatos, después de haber sido confinado a la frialdad del techo gracias a un malentendido que el padre del Mocho Edwin, dueño de Coloso, no quiso remediar. Del mismo modo,siento que no ha salido de mi cabeza la desaparición de Magnífico Aníbal, el gallo bailarín que fue abandonado por un circo, y cuya muerte fue ocultada a su dueño posterior para no herirlo más de lo que ya estaba.
Cuando le pregunté a Ricardo por la forma en que había terminado la historia (o las historias: la estructura del libro permite leerlas también por separado, sin perjuicio del entendimiento autónomo), me dijo que lo que le faltaba a los textos infantiles era quitarles el aura de inocencia y de final feliz. Me dijo: «los niños tienen que aprender que la realidad no es lo que los cuentos dicen, con sus finales radiantes y apacibles; sino que tienen crudezas que resulta necesario resaltar» (Quizás es por eso que la cuota de fantasía—tópico de la literatura infantil— no parezca una deuda, sino que está muy bien sostenida gracias al contrapeso que significa la evocación de la nostalgia). Lo que resulta curioso, sí, es que dijera solo “los niños”, como si “Barrio de mascotas”no fuera para cualquiera que decidiera leerlo.
Las historias que allí se narran gozan de un modo muy eficiente de presentación. Ricardo Ayllón ensaya, con la misma pericia, la epístola, el diario, y la narración propiamente dicha. El libro, se sabe, ha merecido un premio que incluso ha despertado los elogios del escritor Maynor Freyre, quien ha dicho que “la novela tiene formas narrativas de bastante solvencia, lo que sirve para darle fluidez, sin entramparla en ningún momento. De allí que puede ser leída por niños, adolescentes, jóvenes y adultos de toda edad, con emoción y deleite”.Basta decir, para terminar, que “Barrio de mascotas”, además de libro per se, es el retorno del autor a la ciudad que lo vio nacer, la vuelta a casa inevitable, la nostalgia de la resurrección de esos tiempos que a uno lo atrapan y que no lo dejan más.