Opinión

La transformación de José Watanabe

Lee la columna de Raúl Villavicencio

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Por Raúl Villavicencio

Antes, humano él, gustaba de pasar sus días leyendo haikus y disfrutando de la naturaleza, de los pequeños animales e insectos que lo rodeaban, o la tranquilidad que le podía ofrecer un pueblito en Trujillo. Era un ser más deambulando despreocupado, terrenal, feliz de la vida con lo que tenía.

Su voz se apagó un 25 de abril del 2007, develando finalmente esas hermosas alas que durante tanto tiempo mantuvo ocultas a la mirada de extraños, pero que él sentía, mejor que nadie, que con el transcurso de los días iban acaparando más y más parte de su anatomía. Su muerte, al contrario de lo que todos piensan, fue solo el inicio a ese camino que por largo tiempo permaneció proscrito debido a su condición imperfecta, humana, llena de heridas y enfermedades. Aquel miembro de Hora Zero había mutado en algo más propio a las nubes, al cielo escarlata de su natal Laredo, al refugio de las aves, al destino de tantas melancólicas canciones.

Watanabe gustaba mucho de los haikus, de las parábolas y los simbolismos, y en contar las cosas a su manera sin que sean demasiado evidentes, libres a la interpretación del lector, como ejercicios para la reflexión y la contemplación. En su poema “La Oruga”, de su poemario Historia Natural (Lima, 1994), nos cuenta la transición de un diminuto ser, casi imperceptible para los ojos humanos a cierta distancia lejos del suelo, que poco a poco va experimentando un cambio radical, cambio que al final lo vuelve en algo completamente distinto y que le otorga habilidades nunca antes aprendidas.

“Hace mucho supe que no eras un animal terminado y, como entonces, arrodillado y trémulo, te pregunto: ¿Sabes que mañana serás del aire?”. Desde la primera vez que lo leí pude comprender que, así como Watanabe, muchos otros se encuentran encapsulados, limitados por una carcasa de hueso y piel que se van arrastrando por la vida, sofocados por un ambiente repleto de obstáculos, piedras, barro y charcos de inmundicia.

Hace diecisiete años esa oruga tuvo que verse forzada a saltar la barrera de lo mundano para trascender a lo etéreo, mirarse las alas, en un principio no reconocerse, pero con el tiempo, casi como un estruendo, percatarse que ahora era parte del aire.

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