Arte Urbano

LA TABERNA. Un lugar donde se respira el alma chimbotana

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En esos almuerzos familiares cuando era un niño, había escuchado hablar a mi padre sobre el tiempo en que se fue a trabajar como obrero a la ciudad de Chimbote, atraído por el auge de la industria pesquera. En sus recuerdos aún frescos describía a una ciudad que recién se estaba formando, que llegaba hasta la calle del viejo Hotel de Turistas, llena de descampados, calles de tierra parapetadas de casas de adobe, bares de mala muerte donde los obreros iban a gastar lo que nunca habían gastado, burdeles, las fábricas, el olor intenso de la harina de pescado.

Esos recuerdos de mi viejo llegaron a quedarse grabados en mi memoria hasta que pude visitar de manera fugaz dicha ciudad en 1996 y 1998, pero sería en el 2007 cuando llegué invitado por Jaime Guzmán Aranda y Augusto Rubio Acosta a la feria del libro de Nuevo Chimbote para presentar mi novela Generación cochebomba, que deseaba encontrar ese Chimbote que mi viejo había visto. Parafraseando a Juan Rulfo en Pedro Páramo: Imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi padre.

Y si bien esa vez pude caminar por sus viejas calles, tomarme unas cervezas en el antiguo bar el Chissita, junto a Jaime y Augusto, quienes me contaban que ahí caía césar Cueto junto a otros jugadores del José Gálvez, no fue hasta esa misma vez en que cayó en mis manos la novela Lancha varada, del escritor chimbotano Fernando Cueto (Premio Copé de novela 2011 por Ese camino existe) en que me encontré con el Chimbote de los recuerdos de mi viejo.

Lancha varada nos describe lo que fue la génesis de Chimbote, pero desde el punto de vista de los que llegaron ahí en busca del progreso, el mismo que no siempre es el mismo para los que la forjaron directamente, es decir los migrantes que llegaron para ser obreros desde las diferentes ciudades costeñas y serranas. Más allá de la historia que nos brinda está muy buena novela, lo que me sedujo fue la descripción de las barriadas, de los bares, de los burdeles que se levantaron como una especie de mala hierba alrededor de las fábricas de harina y del acero de Siderperú. Y de la tragedia humana que todo eso conlleva.

Conforme iba leyendo, me iba preguntando si esa no eran las mismas barriadas que mi viejo vio, los mismos bares en donde se emborrachó o los mismos burdeles que visitó. Quizás las mismas mujeres que frecuentó. Eran parecidos a sus recuerdos y de los míos cuando los escuché. Una vez más la ficción me hizo reconocer la realidad.

Bien, esta semana fui invitado a la misma feria que hoy lleva el nombre del ya fallecido Jaime Guzmán Aranda, por haber sido su quijotesco impulsador, para presentar la segunda edición de Generación cochebomba. Esta vez sin querer queriendo me encontré de casualidad con un lugar en donde creo que aún se mantiene esa chimbotaneidad que poco a poco está siendo absorbida por esa modernidad homogenizante y sin identidad.

Hablo de una peña llamada La Taberna, un pequeño lugar que se encuentra cerca del malecón Grau. Un descubrimiento del poeta y editor Alfredo Lazarte, más conocido como Lowi, quien nos llevó aun grupo de escritores y editores a disfrutar de una noche de buena conversa literaria entre cervezas y buena música. Pero qué tiene de especial este estrecho bar en donde se respira lo chimbotano, y no hablo del olor a harina de pescado por si acaso, sino de ese espíritu de achoramiento de las cantinas de barrio que llevan el respeto tácito de los que desean pasar un buen rato. Pues, en que tenía un conjunto musical con dos mujeres intérpretes que te hacían sentir en otro tiempo a través de valses, huaynos, boleros, guarachas y cumbias. Espontáneamente o a pedido.Lugar bastante frecuentado, no cobraban entrada y si tenías suerte de encontrar mesa, pues solo entrabas y te sentabas. Para suerte nuestra pudimos acomodarnos y disfrutar de una noche inolvidable.

Porque a diferencia de otros lugares más modernos acá se sentía el alma chimbotana, esa que se fue forjando bajo el sudor de los obreros y de los pescadores. Los mismos que regresaban de la jornada sin el cuerpo, pero con el alma puesta para poder soñar o amar bajo los acordes del bolero Llora Corazón en la voz Lucho Oliva de la recordada orquesta local Los Rumbaney (Canción favorita de Jaime Guzmán, y título de la segunda novela de Fernando Cueto), unas botellas de cerveza helada, humo de cigarrillos y los besos pasajeros de alguna mujer solitaria.

Cuando contaba a los amigos chimbotanos que en Lima ya no hay ese tipo de lugares, no me creían. Está claro que hay bares como ese únicamente para beber, pero sin un conjunto musical que toque con tanta calidad y variedad de ritmos. ¿En qué parte de Lima se puede escuchar boleros en vivo sin pagar una entrada, me pueden decir?

O en todo caso pagando lo justo, puede que lo haya. Pero creo que no sería lo mismo, porque acá en Lima se está perdiendo esa identidad por las discotecas, los karaokes, y porque muy pocos tienen ese agregado que hace de los lugares referenciales un producto de su ciudad. Porque la peña La Taberna es un producto cultural de Chimbote, una expresión del puerto, de esas calles en donde el progreso llegaba con el sufrimiento o quizás nunca llegaba, pero se vivía igual con mucha pasión e intensidad.

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