Como cada treinta de agosto, las calles de Lima, especialmente las de la avenida Tacna, se cierran para recibir a los devotos de nuestra Santa Rosa. En el Puente Trujillo, Rayitos de Sol -en realidad, tremendo rayo, de corte metálico que cruza todo el Rímac, hoy en día, color púrpura tristeza reptando hermosamente triste-, ya se siente la tensión de los padres de familia que llegan, llevando de la mano a sus hijitas en vestidos; las parejas van, con ropa sport, en pantalón bluyín y polo, o camisas a cuadros; y las colas se multiplican, para todo tipo de quehaceres: ir al baño, pedir una porción de picarón, esperar su turno para ingresar a dejar la carta a la santa. El humo de los anticuchos flota en las primeras cuadras de la Alameda Chabuca Granda, y anuncia el paraíso del corazón de res frito al paso; donde ya, desde temprano, niños y adultos van de la mano, ansiosos de arrojar una carta al fondo del pozo de la santa.
Todos los que viven en Lima ya saben que el tema de la carta es fundamental: hay una creencia de poder charlar con la Santa mediante una escritura que se lanza a un pozo, junto a monedas. Yo reconozco que es un acto inocente y poético, ¿y si realmente la santa los lee y cumple los deseos? La idea de pedir deseos es antigua en la mente humana. Está ya en Las mil y una noches y en cada cumpleaños que cantamos frente a una torta y al soplar las velas pedimos uno. Sin embargo, en Jirón de Superunda ya se acomodan las mesas donde los postres de manjares, mermelada de guindones, jalea de fresa, barras de confitura, las bolsitas blancas con dos chocolates con pecana dentro, o las bolsitas con seis alfajores deliciosos; o el apreciado manjar blanco se aglomeran en un espectáculo poético del paladar.
Y en la primera cuadra, afuera de su recinto –una casa antigua, con una iglesia, protegida por unas rejas negras- se cubre con una turba de feligreses, curiosos, periodistas o vendedores. Santa de una ciudad nada santa, convulsa y violenta; santa de una ciudad donde te matan para robarte un teléfono celular, donde no hay otra moral que el dinero, donde los niños piden limosnas en las calles, donde los locos –en medio de la inmundicia- muerde pedazos de fruta podrida; santa, por algunos considerada una loca que se flagelaba a sí misma con el afán de liberar el dolor y el pecado del mundo; santa, que daba su habitación a los pobres y desamparados para cuidarlos y mientras meditaba, según afirman las leyendas, era visitada por diferentes espíritus. Y ahora es conocida como la Santa de los Policías, de los Enfermeros. Y yo pregunto, ¿quién es la santa de la poesía? ¿Acaso Santa Rosa, amando las flores y la belleza, defendiendo con su frente llena de espinas la bondad en el caos no representa el poema, la poesía, la libertad y la luz detrás de la lírica? Sí, exagero, pero hay ideas que se pueden asociar fácilmente. Por otro lado, ya poetas clásicos han escrito sobre el tema. Por ejemplo, Chocano dijo en verso:
Santa Rosa de Lima, que atormentadamente
tus fervores sepultas en umbroso rincón:
¿Por qué las mismas rosas que ciñes a tu frente
sus espinas me clavan dentro del corazón?
Y esto, me lleva a pensar que quizás el autor de Alma América se adelantó a estas disquisiciones impertinentes que suelto ahora. Sin duda, fiel a su estilo de corte militar, donde la poesía tiene un papel guía dentro de lo espiritual, el bardo afirmó que:
Yo sobre veinte pueblos hago volar mi canto…
¡ Pónlos tú de rodillas; yo los quiero de pie !
Hablando de esto: es evidente que vivimos otra realidad, ya no es tan religiosa, lo religioso como religarnos hacia el mundo metafísico, hacia lo extrasensorial se ha ido convirtiendo en parte de la agenda diaria de las múltiples actividades que tenemos en nuestro día a día. Lo religioso, en muchos casos, es el tiempo en el que vamos a misa, quizás un domingo antes del desayuno y reflexionamos sobre nuestra naturaleza. Luego, entre televisores y celulares y refrigeradoras, poco tiempo hay para misticismos. Sin embargo, creo yo, es evidente que esa sed no puede ser llenada con otras sustancias; lo sagrado busca lo sagrado, y si algunos aman a una mujer santa representada en imágenes, algunos otros aman a líderes políticos representados en teorías puntuales.
Los años pasaron y ahora, en medio del siglo XXI y de la vida pos-pandemia, se siente un sentimiento de unidad en las calles de Ica: las colas solo corroboran que hay todavía una fe hacia su imagen. En las primeras cuadras de la av. Tacna la gente se divide entre los vendedores, que abarrotan la pista con ofertas de anticucho, exquisito picarón, vasos vastos de plástico blanco con enormes y espumosas porciones de rosada frutillada o de marrón Chicha de Jora. Los caminantes se detienen a comer su chaufa al paso: porciones doradas, con cebollita china y frejolito chino embalsamados en sustancioso sillao, bajo fuego destellante. Y la gente se toma fotos. Se ven periodistas; un niño lleva en la mano un carrito de plástico y señalaba al vendedor de globitos de helio con formas animadas de personajes de series o películas de moda; y en el suelo, algunos ambulantes, venden toda clase de medicinas, pomadas, o azufre en tubos amarillos en plástico; y más allá, un señor vende llaveritos de cuero con cualquier nombre tatuado al instante. Incluso, para las niñas, hay coronas con las rosas de Santa Rosa y algunos cuadernos de dibujo con su imagen, para colorear en casa o jugar con la familia. Ajeno al acto infantil y sagrado de arrojar una carta al pozo, me alejo de la multitud, un poco harto de las colas y el calor obstinado del mediodía, de ver tantos chanchos horneados con una corona de rocoto relleno, y repito con Chocano: