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LA PROFESORA EVA CONOCE A PLATÓN

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Al encargado de la Biblioteca del Congreso el enfado de los lectores lo apodaba Platón. Y no precisamente por su cabalgadura filosófica sino más bien por el galope de su apetito frente a la loza de su merienda que finalmente lo llevó a la losa. Platón, no obstante, era sabio y no era griego. Luego del refrigerio por la tarde, podía explicar el Manas, aquella epopeya folklórica kirghiza con sus 507,674 versos, disertar sobre las 1,800 comedias y 400 dramas religiosos de Lope de Vega y rematar con Del Contrato Social o Principio del Derecho Político, obra escrita por el ciudadano de Ginebra Juan Jacobo Rousseau, como se prodigaba en pronunciar, todo ello, cierto, entre una tempestad de eructos.

Infante omnívoro, Nicolás solo recordaba de esos días el color sepia de las calles y el olor a tiza y pizarra del colegio primario. Lo único que lo complacía era ser conducido, en la Biblioteca del Congreso, por la linterna de aquel cínico Diógenes adiposo, ora en función de dominio, ora en color de santidad, desde el escaño de aquellas estanterías sempiternas antes que desmesuradas y laberínticas a la manera de Borges. Trozos de cielos bucólicos desfilaban entre la espesura de las églogas de Jorge Manrique hasta las crispadas borrascas -en el mismísimo corazón de las tinieblas- de Joseph Conrad. El tiempo detenido, el espacio sin confines. Las imágenes y metáforas de la poesía, las sombras chinescas de la novela, el sustrato incombustible del ensayo.
–Te vamos a cambiar de colegio a ver si mejoras, Nicolás –dijo su padre cuando ya termina el verano.
Nicolás apenas hizo caso, lo miró desinteresado y siguió leyendo los cuentos de Chejov.

Aquella mañana de abril de la mano de su madre llegaron a la nueva escuela. Era una casa ruinosa pero recién pintada debajo de unos ficus frondosos y unas moras escuálidas que tenían como fondo la línea del tranvía y los ranchos de Miraflores. Después de la formación lo condujeron a su flamante salón desde donde se divisaba el patio, los baños y la dirección. En ese momento sus nuevos compañeros habían ingresado a una algarabía descomunal hasta que alguien avisó que ya venía la profesora y todos se quedaron estáticos aguardando a ver quién era. Una mujer bella y de apariencia juiciosa apareció a contraluz en la puerta del aula y fue suficiente para imaginar que no era una maestra sino una santa. Tenía el pelo corto, una mirada profunda y calmada detrás de sus anteojos para leer, una nariz fina y unos labios muy encendidos y carnosos que pasaron al olvido cuando Nicolás le miró el talle. Con el guardapolvo hubiese parecido una monja pero no, todo lo contrario, el mandil hacían resaltar sus pechos, la cintura breve, los muslos curvados y henchidos, su porte a actriz italiana.

–Buenos días alumnos –dijo con una sonrisa dulce y apacible. –Soy la profesora Eva y los acompañaré hasta fin de año.

Nadie se movió. Nadie dijo nada. Algunos se miraron entre ellos. Nicolás sospechó que no la iba a pesar nada bien y no se equivocaba. Había empezado su tormento. La profesora Eva, de pronto lo señaló. Le pidió que se ponga de pie, que diga su nombre y que cuente un pasaje de lo que había hecho en las vacaciones. Nicolás apenas terminó de decir su apellido, tartamudeo, enmudeció luego turba y sintió que se iba a desmayar. Los demás alumnos estaban igual, más que sorprendidos, asustados por la presencia imponente de la maestra Eva. Nicolás desde esa vez cayó en cuenta que sí, que miraba de colores y que todo le olía a fragancias nuevas y deleitables aunque sufría horrores de solo pensar en la señorita Eva.

Por aquellos días, estar frente al bibliotecario Platón le devolvía la calma. En su casa, Nicolás era víctima de un aislamiento que no podía manejar. Pero los lunes, cuando se aparecía en la Biblioteca del Congreso, entonces fugaba de esa mazmorra doméstica y frente a los libros era libre. Cierto, aquella biblioteca, era habitada por libros quiméricos muchos, otros fantasmagóricos, algunos irreales. Existían también otros –tan diferentes que parecían gemelos– libros caliginosos, enrevesados, inextricables y hasta fuliginosos: aquellos llamados de textos o de materias. Los de lectura obligatoria antes que placentera. Libros a los que no lo unían afecto alguno. Quizás Baldor el exacto o Kant el inexacto o Marx el casi exacto. Libros que más que autores, como del odio de Dios, como si ante ellos, la resaca del todo leído se empozara en el alma. Desde impresos del Medioevo a publicaciones contemporáneas. Libros sagrados por agnósticos y gracias a Dios. Libros libres para librar la librea de la miseria.

La Biblioteca del Congreso, en otros tiempos, había servido como teatro de la Santa Inquisición, aquella justicia de la fe combatiendo contra la fe de las erratas católicas. Nicolás había blasfemado –casi a voz en cuello– por vez primera ese día en que conoció el museo de junto a la biblioteca porque lo obligaron –casi una tortura– a visitar las máquinas de la tortura mística que en los sótanos se exhibían y donde Platón fungía también de guía tuerto, casi rey en los dominios ciegos de la venganza divina. Más allá, felizmente, los libros en papel de seda o forrados en tensa piel humana – eso pensaba Nicolás con sus once años a cuestas– apilados en las estanterías musgosas de una nave del inveterado edificio donde la tenue luz adobaba el connubio de la colonia y la república. Albor tenue iluminando las brumas de la historia y su tiempo escrito en pasajes y catacumbas ab aeterno.

Antes de Fiestas Patrias el colegio siempre organizaba la kermese anual que era casi un acto religioso. Todos participan en aquella fiesta de reencuentros y baratijas. En eso estaba el pequeño Nicolás aquel domingo antes de ingresar al colegio cuando observó por detrás a una pareja que traspasaba la puerta. Él era gordo y ella, una mujer preciosa. Llegaban de la mano, como un par de jóvenes enamorado, y saludaban a todo el mundo. Ya en el patio y mientras había empezado la festividad y ese boato del pobre, descubrió que esa pareja feliz no eran otros que el bibliotecario Platón y la maestra Eva quienes no se cansaban de acariciarse, hacerse mimos y beber todo lo que estaba a mano. Nicolás sintió entonces que era el más infeliz de los batracios y muerto de celos se acercó a la pareja sin dejar de mirar, al ahora mil veces odioso, Platón.

–Señorita Eva, no pensé que se conocía –les dijo sin ocultar la rabia.
–Hola Nicolás, –dijo ella con esa mirada a madona renacentista–. Es mi papá y siempre me habla maravillas de ti, dice que te gustan los cuentos de Chejov.

Nicolás no recordó más de esa conversación. Se había marchado a su casa abatido. De esa vez fue el descubrimiento del umami, ese sabor que no era ni dulce ni salado y que los despechados saborean cuando los celos relamen su cerebro y sobre todo, el corazón. Entonces detestó a los griegos, a la filosofía y ni siquiera el éxtasis de la pureza de la incestuosa profesora Eva y ni la castidad de su misticismo lo pudo rescatar de los fuegos del infierno que lo acompañó hasta que se hizo después, bibliotecario también.

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