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LA PRIMERA LECCIÓN DE UN ESCRITOR

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Hay un recuerdo que a menudo viene a mi mente: yo, de seis años, y un libro en la mesa del comedor.

El libro tiene las hojas amarillas y en la portada una mujer de cabello rubio está de pie sobre un carro tirado por dos caballos. Tiene la mirada triste, fija en el suelo, y las manos juntas, como si rezara con resignación. Detrás de ella se levanta un armatoste de madera don dos largos postes de donde pende una afilada cuchilla. “Es María Antonieta”, dice mi padre al percatarse de mi interés. Se sienta en la mesa y me cuenta algo de su historia mientras acaricia las páginas del libro, pero se interrumpe sin decirme si llega o no a morir.

¿Y?, le pregunto. ¿Se muere o no se muere?

No lo sé aún, responde mi padre. Termino de leerlo y te cuento.

Luego se marcha. Y yo me acerco al libro que reposa nuevamente en la mesa, y miro sus hojas amarillentas, cargadas de letras minúsculas, formando palabras que no puedo comprender, haciéndome sentir como un pequeño insecto frente a un muro que pareciera perderse en el cielo. Me pongo a pensar en qué podría suceder con ella, cómo podría salvarse del destino que le aguarda.

A la mañana siguiente afronto el día esperando que las horas pasen rápidas para poder conversar con mi padre. Luego del lonche empiezo a impacientarme. Parece que va a demorar. Todavía no tenemos teléfono en casa, pero salgo de la mano de mi madre, que va a comprar un rin para llamarlo desde el teléfono público. Mi aprensión se convierte en desesperación cuando escucho a mi madre confirmar mis sospechas. Regresamos a casa para la merienda. Juego con el puré, acomodo un poco encima de un trocito de carne, uso el arroz para simular un vestido blanco.

No juegues con la comida, dice mi madre. Habla siempre luego de asestar el golpe.

Mi espera es vana. No me percato del tiempo hasta que en la televisión suena la música del noticiero. La música anuncia la orden impostergable de mi madre. Es hora de que te vayas a dormir, me dice.

Me duermo pensando en el cabello rubio agitado por el viento, los ojos azules abiertos, inexpresivos, el cuello delgado. No hay cuerpo. No hay sangre tampoco, casi toda ha manchado la filuda hoja. Me despierto asustado y es de madrugada y todo está en silencio. Mis padres roncan.

A la mañana siguiente bajo a la cocina para tomar el desayuno. Mi papá está a punto de marcharse.

¿Y?, le pregunto. ¿Qué pasó con la reina?

Lo siento, me dice él. No he podido leer mucho.

La desazón me quita el hambre. Como a la fuerza, no quiero que mi madre me eduque tan temprano. Cuando salgo hacia la escuela me doy cuenta que mi padre ha olvidado el libro. Lo meto en mi mochila.

Esa mañana, en la clase de lenguaje, me esfuerzo por prestar atención, por hacer todos los ejercicios. La miss me felicita, es uno de los pocos días en los que no necesita levantarme de la patilla para recordarme que mi mamá le ha dado permiso para sonarme. En el recreo abro el libro, encuentro el boleto de bus que mi padre usa como marcador e intento leer, pero no entiendo nada. Paso las hojas tratando de encontrar el desenlace de la historia, pero no logro dar con él.

La espera es incluso más larga que la del día anterior. Luego de terminar mis deberes me pongo a dibujar con mis lápices de color. Dibujo la cuchilla manchada de sangre, dibujo la cabeza de la reina rodando por el suelo. Mi padre llega a la casa y cena. Luego ojea el libro y empieza a cabecear. La música del noticiero en la tevé me angustia. ¿Y?, le pregunto a mi padre, casi gritando. Mi madre me fulmina con la mirada. Mi padre me promete contarme ni bien lo sepa. Me pide paciencia.

Los días transcurren, y con ellos, mi ansiedad por el desenlace de la historia va en incremento. He calcado dos veces la portada del libro y la he pintado. En tanto, me vuelvo un silente vigía del progreso de la lectura de mi padre. Noto como el boleto de bus va avanzando entre las hojas y se va acercando al final.

Luego de dos semanas veo que solo faltan tres hojas para alcanzar esas tres mayúsculas tan anheladas: “FIN”

Es viernes. Mi padre lee y mi madre ve su novela con el volumen bajito. Yo aguardo simulando jugar con mis Hot wheels. Listo, dice mi padre y cierra el libro. ¿Y?, le pregunto, dejando mis autos y acercándome.

Sí, me dice mi padre. Ella muere.

Miro el libro: La pena cargada en sus ojos azules, las manos con los dedos cruzados a la altura del vientre, el vestido de caída larga, el cabello recogido, el cuello despejado.

A la mañana siguiente mi padre se ha marchado a trabajar. Mamá cocina y yo estoy de pie frente a la biblioteca, como un pequeño insecto frente a un muro que parece tocar el cielo. Noto los volúmenes apilados repletando los estantes, me pregunto si en alguno de ellos la reina rubia no muere.

Mi padre llega a la hora del almuerzo. En su mano trae un libro de tapa negra, con la foto de un tipo de lentes en una prisión. ¿Por qué está preso?, le pregunto a mi padre. Fue acusado injustamente, responde él. Ha preparado un plan para escapar.

¿Y escapa?, le pregunto a mi padre, mientras noto que la ansiedad vuelve a quemarme el esternón.

Prometo contarte ni bien lo sepa, responde, agitando el libro en su mano.

Miro la comida. Los tallarines parecen formar una reja. Un trozo de pollo está aprisionado e intenta escapar. Mi madre acaba de darse cuenta.

 

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