No me trago la idea de que el ceviche solo sea un delicioso potaje de valor universal. No: para mí tiene un efecto terapéutico, un efecto de levantar-los-ánimos. Y por eso, gracias a ese efecto, tiene tanto valor en nuestro paladar, tanta importancia en nuestro ser peruano. Este majestuoso plato de pescado crudo fue un invento de geniales pescadores que se morían de hambre. Imaginemos la escena: alta mar, bruma de mañana azul, tres marineros conversan. ¿Y ahora qué comeremos? Otro responde: traje unos limones. Y lo demás es historia.
Sin embargo, en nuestro país la ingesta de ceviche responde a motivos no solamente digestivos. Se requiere de una vivencia larga en el Perú para comprender lo que digo. El peruano sufre de aburrimiento y tristeza, de falta de glorias y no sabe a quién admirar. A falta de grandes artistas y pensadores, tenemos a gente que no tiene otro mérito que hacer el ridículo y, curiosamente, se vuelven héroes o modelos a seguir. Con una clase política destruida e indiferente al bienestar de la sociedad, los peruanos sufren toda clase de trastornos mentales. Dándole la espalda a un glorioso pasado, se busca llenar el vacío de identidad con cualquier estímulo pasajero.
Somos cevicheros porque andamos tristes. Somos peruanos que, mordiendo un trozo fresco de pescado, acariciamos un instante la eternidad del paraíso. Hay un éxtasis en la combinación del ajo, la sal y el limón: un placer insoslayable, un encuentro con un pedazo de las nubes. Entonces abunda en cada esquina, en cada menú diario, en cada mercado, en cada local marino, este fantástico potaje.
La poética del ceviche es la del hombre de a pie, peruano, que se solaza con la unidad del camote dulce, la canchita serrana, el yuyo, los trozos de pota o pescado fresco y el océano espeso de sabores palpitantes. El peruano busca, en esencia, una transformación anímica con este platillo: una forma de vencer la animadversión de una sociedad decadente.
