Muchos jóvenes poetas se rompen el alma y la “mitra” tratando de definir a la poesía. No se hagan problemas, les digo yo, no tienen que recurrir a William Blake, Ezra Pound, John Ashbery, los dadaístas, los beats o a los poetas de la posguerra española para tener alguna respuesta. Solo basta con ver nuestra realidad de oprobio; basta con ver a los niños mineros de Huamachuco o a las niñas meretrices de la plaza Manco Cápac; basta con ver la corrupción campante y supina de nuestros expresidentes asaltando a mano armada, al modo de la película Punto de quiebre; basta con ver cómo el pobre desaparece en el polvo de las estadísticas y cómo el rico asciende por los cielos de Forbes sin pasar por el ojo de la aguja. Y, como queda claro, la poesía no puede ser solo palabras bonitas, definiciones de café o elucubraciones de un filosofastro. Eso solo es el chantillí de la torta, puro arte decorativo, una pátina, un bluf para señoritos copy-paste que viajarán a Francia a tomarse una foto en la tumba de Vallejo y de Baudelaire para el feis.
La poesía es lucha libre, cachascán, vale todo y no sirinoque o baile del cancán. La poesía tiene que tener guantes de box tailandés, tiene que andar con escafandra y con chaleco antibalas; tiene que ponerse una bazuca al hombro, un RPG tierra-aire, y andar con pies de plomo antirradiactivo. La poesía, la buena, no aguanta pulgas, no se anda con disculpas ni dimes o diretes. La buena poesía habla de frente, cuestiona todo orden imperante y se hace puño con los sentimientos más puros del ser humano. Y, claro, cómo no, por simple silogismo: no existe poesía sin sentimientos. No hay poesía sin corazón paroxístico, taquicardia, RPC y respiración boca a boca, porque la poesía tiene que estar dispuesta a salvarle la vida a alguien y darle la mano al caído en desgracia. No puede ser objeto suntuoso, absurdo verbo para contentar a los oídos burgueses de los que entienden la música como una obligación de clase o el arte como un adorno para sala la de la casa.
Para ver la poesía me voy al mar, decía el poeta; pero, hoy en día, para ver la poesía tienes que tener la megalupa de Arquímedes, un garrote o una manopla en la mano, tienes que dejar de hacerte el cojinova y dejar de mirar al costado. Escribe y vive. Lee y agárrate a cabezazos con la realidad. Ese fue el mejor método de los griegos: mente sana en cuerpo sano; si no, la palabra sale enferma, debilucha, con anemia o tísica, reptando a los pies del poderoso, al que le gusta la “poesía de salón”, o sea, la que no dice nada, la que le canta a las musarañas o a las colillas de cigarro. Y de eso ya tenemos bastante en las vitrinas de la “poesía oficial”, poesía con código de barras y que se engendra en la panza estreñida de la academia, light, cero colesterol y baja en calorías; así como de todos esos cretinos que juntan palabras bonitas y atesoran versos perfectos que luego editarán en papel marfileño de 120 gramos, con pasta gruesa y palabras del poetrasto de moda.
Mientras tanto, la poesía de fierro fundido, la de construcción civil, cemento y canto rodado, o sea, la poesía de a pie, huelga de hambre y olla común, siempre estará esperando su momento exacto, su punto de cocción, porque la verdadera poesía −si es que hay una– no apresura en editarse o convertirse en papel manchado; hay que dejarla macerar, cocinarse a fuego lento en el horno crematorio de la corrección, hay que dejarla morir un tiempo o matarla a porrazos para que pueda resucitar y tentar el erebo de la madurez. La ansiedad y la soberbia son los padres del vicio de editar cualquier cosa. La fama y el reconocimiento son los galones que caen por su propio peso, sin que nadie los pida; sucede cuando menos lo imaginas, y no tiene mayor importancia. Hay que saber domar al potro encabritado, que es la emoción sobre la lógica; o, lo que es casi lo mismo, nunca dejar que el mundo empíreo (sentidos) prime sobre la razón. Y, si eso sucede, que no sea una casualidad o un desliz: la palabra es un arma de exterminio masivo o un virus –como decía William Burroughs–, y hay que entender esto en su verdadera dimensión.
Porque a toda estética le corresponde una ética y viceversa, los enemigos de clase (jerarquía literae) o los fellatĭo-aduladores siempre dirán: pero Borges fue fascista y era gran poeta; lo mismo que Ezra Pound, admirador de Stalin, Mussolini y Hitler; y Céline –novelista con prosa poética–, antisemita y colaborador de los nazis y bla, bla, bla. Pero todos sabemos que Neruda dijo que Borges pensaba como un dinosaurio; que Fernando Vallejo siempre repite que el creador de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius “es un prosista menor de puros sonsonetes”; que a Pound, que confesó que su obra “No salió bien. Fue una chapuza”, lo salvaron, literalmente, Hemingway, Eliot y Cummings cuando los norteamericanos lo encerraron en una jaula para monos cerca de Pisa, Italia; y que a Céline todavía se le sigue considerando un traidor: Francia le negó el homenaje por el quincuagésimo aniversario de su muerte en 2011 y el alcalde de París, Bertrand Delanoë, fue claro: “Céline es un excelente escritor, pero un perfecto cabrón”. (Ya lo apuntó Hölderlin y lo reutilizó Heidegger: “poéticamente habita el hombre sobre la tierra”, y quien no lo haga así, pues, simplemente, no merece llamarse “hombre” y, menos, poeta. Y es que, en poesía, no todo se trata de “escribir bien” o de cumplir con la rima, la métrica y el ritmo. Hay algo muy puro que siempre está en juego y que siempre se expone a la hora en que uno decide escribir un poema.
Y, cuando uno escribe, lo tiene que hacer con el alma, dejar que el espíritu tome posesión sobre la página en blanco y dejar que hable el interior, esa ceniza milenaria que se vuelve ave fénix, estro, magia, y que griten los que no tienen voz (ellos también habitan dentro de nosotros), los que perdieron la capacidad de expresarse y se quedaron mudos mirando el horror y convertidos en sal, como la esposa de Lot. Y cada quien decidirá qué voz emplear: si la voz del patrón o la voz del empleado; si la voz del carcelario o la voz del libertario. Y, en todo esto, habrá contradicciones, antagonismos y enfrentamientos ancestrales, de los que el poeta no ha estado exento ni al margen. Y siempre ha sido cómplice, colaboracionista, aliado o rebelde, contestatario, insubordinado, y, nunca, “independiente”, “apolítico”, “al margen” o “nuncaestoymalconnadie”. Quizás los ejemplos más claros y prosaicos sean los rapsodas y aedos que escribieron sus obras bajo el amparo de los reyes o la iglesia.
Por estos lares, es inevitable recordar a don Ricardo Palma, secretario y confidente del presidente José Balta; a Chocano, que fue secretario de Pancho Villa y del dictador guatemalteco Manuel Estrada Cabrera; o a Carlos Orellana Quintanilla, secretario incondicional de Alberto Fujimori. Eso sin contar el rebuzno “en vivo y en directo” de algún “presidente”, como José Luis Bustamante y Rivero, que incluso publicó poemarios, y el fluoxetinado Alan García –seguidor del presidente, poeta y tirano senegalés Léopold Sédar Senghor–, que ha querido pasar por bardo con un vomitivo texto a la Batalla de San Juan; personajes que quedarán en las antípodas del enorme Cátulo, quien se enfrentó al César y a todos los poderes estatuarios y a los intelectuales conservadores, que constantemente pedían su cabeza. No obstante, la buena poesía amorosa de Cátulo sigue vigente después de dos mil años.
Fue John F. Kennedy quien le pidió a los poetas que hagan política y a los políticos que hagan poesía. Ese mismo criterio fue el que aplicó Mao Tse-Tung, el timonel chino que, pese a sus errores, se atrevió a una revolución cultural en un país que llevaba cientos de años de atraso. Y es que, en la historia de la poesía, siempre ha sido lo común poiesis/politik, desde los poetas griegos y latinos, pasando por los medievales y contemporáneos, o desde George Trakl hasta Kavafis, o de Maiakovski hasta Aragón, y ni qué decir de Nâzim Hikmet, Rafael Alberti, Bertolt Brecht, Salvatore Quasimodo, Nicolás Guillén, Nicanor Parra, Javier Heraud o Néstor Perlongher, homosexual y trotskista; porque, al fin y al cabo, quizás la poesía y la política sean las dos caras de una misma moneda; y la filosofía, su avenencia. Y, por eso mismo, el idealista Platón solo vio un lado del denario, expulsó a los poetas de su República ideal (“Libro X”) y aceptó solo los himnos a los dioses y los elogios a los hombres trascendentes.
Para los tecnócratas del verso, el asunto poético siempre tendrá una independencia intachable e indefendible; algo así como que el poeta está más allá del bien o del mal, o el poeta encerrado en la torre de marfil o alucinado. No obstante, el poeta, quiéralo o no, siempre absorbe de su entorno, se contamina, y su trabajo, por más (im)puro que sea, lo influye. Ahí tienen a Rainer María Rilke, que, cuando trabajaba de secretario del famoso escultor Rodin y corregía epístolas y otros textos por encargo, también escribió (respondió) sus Cartas a un joven poeta; a Vallejo, preso en un calabozo de Trujillo, pergeñandoTrilce; a Martín Adán pidiendo limosna para tomar yonque; o, si quieren algo más contundente, a Juan Francisco Manzano, el poeta cubano esclavo, cuyo sufrimiento ha quedado expuesto para siempre en cada uno de sus versos: “Cuandomiro al espacio/que he corrido desde la cuna hasta el presente día,/tiemblo, y saludo la fortuna mía,/más de terror que de atención movido./Sorpréndeme la lucha que he podido/sostener contra suerte tan impía,/si tal puede llamarse la porfía/de mi infelice ser, al mal nacido”.
Por otro lado, no se puede caer en las ínfulas de pensar que el poeta tiene-que-tener una voz característica. La voz del poeta es su espíritu, su pulsión interior, su creatio, su imago mundi, etc. Lo otro, la palabra, el logos, la puede endosar, como hizo el suicida Séneca cuando le escribió los discursos a Nerón; o Hamilton, a George Washington; o Archibald MacLeish, a Franklin Roosevelt. O la puede aprender lentamente, como hizo Merrick, el hombre elefante, de la mano del escritor y pastor protestante Isaac Watts: “Es cierto que mi forma es muy extraña,/pero culparme por ello es culpar a Dios;/si yo pudiese crearme a mí mismo de nuevo/me haría de modo que te gustase a ti”. Lo importante es que el poeta asuma y entienda que su compromiso con la poesía no solo es un compromiso con la palabra ni se trata de poner un verso detrás de otro, aprender las reglas gramaticales o las diversas escuelas literarias.
En la actualidad, el asunto de la marca personal se explica en las etiquetas, los códigos de barras y los derechos de autor impuestos por las normas sociales, la historia, los sistemas de producción, etc., que defienden la propiedad privada. Y el poeta que yerra el camino se pasará toda una vida buscando un caparazón que sea del tamaño de su ego, copy right, pero callará o dirá a medias lo que tiene decir y se convertirá en un diletante. Al fin y al cabo, todas las voces son personales y, con el tiempo, encuentran su cauce particular, pero no todas las voces son expresión sublime de il popolo y de la realidad inevitable e ineludible. Y, además, escritores ciclópeos, como Shakespeare o Pessoa, tuvieron varias voces personales; lo mismo que Vallejo en Trilce o Poemas humanos, o Eielson en Mutantis mutandis y La noche oscura del cuerpo, por solo nombrar algunos iconos de nuestras letras. Por lo demás, es urgente señalar que la “poesía de salón”, esa “poesía” muy de moda por estos tiempos mediáticos, es una mierda, junto a sus lacayos, turiferarios, aguateros y demás letratenientes; y puede engañarte y seducirte con su cháchara; repotenciarse o transmutarse con articulejos de blogs, periódicos y revistas, y, finalmente –ni por mímesis ni diégesis–, convertirse en “canon”, ganar “concursos de poesía” y a la crítica lambiscona de plumíferos a sueldo o enfermos de megalomanía, pero nunca, o muy pocas veces, salvo honrosas excepciones, tocará tu corazón.