Opinión

La peligrosa cultura de los motociclistas en Lima defendida por su gremio

Ante las nuevas restricciones del Gobierno, los motociclistas se victimizan y denuncian discriminación. Pero, ¿por qué no promueven educación vial, ni condenan las infracciones de sus propios miembros? Exigen comprensión, pero callan ante el caos que ellos mismos alimentan. ¿Son víctimas de abuso o cómplices de la anarquía vial?

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La reciente protesta de los voceros de la Asociación de Motociclistas del Perú frente a las nuevas medidas del Ministerio de Transportes y Comunicaciones (MTC) ha vuelto a poner en debate una realidad que ya resulta insostenible: el caos sobre dos ruedas que se vive a diario en Lima.

Con gritos de “discriminación” y alegatos de violación a sus derechos humanos y a su derecho al libre tránsito, los motociclistas nuevamente han reaccionado airadamente contra las disposiciones que los obligan a portar chaleco y casco con la placa visible, y a restringir el número de pasajeros en las unidades. Según ellos, estas medidas los convierten en chivos expiatorios de una crisis de seguridad que el Estado ha sido incapaz de controlar. Pero, ¿realmente son víctimas o parte del problema?

La victimización de los gremios de motociclistas no es nueva. Cada vez que se plantea alguna regulación que busca ordenar el uso de motocicletas, la reacción es inmediata, organizada y visceral. Es decir, creen que las calles son suyas a sus anchas y que bajo ninguna circunstancia se les debe poner restricciones.

Argumentan que son ciudadanos decentes, trabajadores, padres de familia, que no deben pagar por los delitos de otros y que por ello no se les debe regular. Y tienen razón, en parte. No todos los motociclistas son delincuentes; pero ese no es el punto. El verdadero problema es que la mayoría de ellos se mueve bajo una cultura vial anómica, temeraria y peligrosamente irresponsable, que hace imposible distinguir al ciudadano decente, del criminal en potencia.

Los motociclistas se han convertido en una tribu con impunidad sobre ruedas.

El doble rasero de los gremios de moteros tiene dimensiones alarmantes, porque de forma unilateral se defienden mediante un inmoral ‘espíritu de cuerpo’ incondicional, porque hay que reconocer que para ello sí son unidos; pero si de educación vial se trata y de respeto a las leyes del Reglamento Nacional de Tránsito, ellos no existen y callan y solapan la pésima cultura que tienen en sus conducciones.

A diario se observan motocicletas zigzagueando entre autos detenidos, circulando en sentido contrario, invadiendo veredas con total impunidad, pasándose semáforos en rojo y usando luces altas que enceguecen a los demás conductores. No es una exageración: es la cotidianidad. Una jungla sin reglas donde la motocicleta ya no es símbolo de eficiencia, sino de anarquía y peligro sobre ruedas. Pero a pesar de eso, ellos siguen reclamando que se les discrimina y que se les estigmatiza.

¿Dónde están los gremios cuando se trata de promover una cultura de respeto y seguridad en las vías? ¿Por qué no se les escucha organizando campañas de educación vial? ¿Por qué no levantan la voz contra sus propios miembros que infringen las normas con total desparpajo? Porque, en el fondo, mantienen una complicidad que los lleva a callar ante las faltas propias, mientras que con indignación exigen comprensión ajena.

Motorizados con maniobras temerarias bloquearon el tránsito en Miraflores.

Y no solo eso. En las redes sociales, cualquier crítica razonada es respondida con insultos, ataques personales y una postura agresiva que busca silenciar el disenso. Se han convertido en una tribu digital de troles que reacciona con virulencia ante cualquier cuestionamiento y se niegan a reconocer que son anarquistas con motor. Pero la libertad de tránsito que tanto defienden no puede ser una licencia para la anarquía, ni un escudo para ocultar la ausencia de responsabilidad.

Sin embargo, el mayor pecado no es solo de los motociclistas, sino del Estado. El gobierno de Dina Boluarte, como tantos anteriores, ha optado por emitir normas sin capacidad ni voluntad de hacerlas cumplir. Se ha prohibido que los deliverys circulen con cajuelas portadas a la espalda. Se ha restringido la circulación de acompañantes en motos en ciertas zonas. Se ha ordenado el uso obligatorio de chalecos y cascos con placas visibles. Pero la realidad es que esas normas se cumplen solo en el papel, porque en las calles reina la impunidad. No hay operativos constantes, no hay fiscalización territorial efectiva, no hay una estrategia clara ni sostenida. El gobierno legisla para los titulares, pero no gobierna para las calles; sino para los reflectores.

Temporalmente se encuentra prohibido que una moto lineal se desplace con dos ocupantes.

La informalidad ha sido una política de Estado no escrita. Se permitió por años que las motocicletas invadieran el espacio urbano sin control alguno. Se vendieron motos a diestra y siniestra sin control del parque automotor. Se otorgaron licencias con una laxitud vergonzosa. Y hoy, cuando el crimen organizado ha adoptado a la moto como su herramienta predilecta, se pretende imponer orden con decretos ineficaces, sin infraestructura ni voluntad política detrás.

Mientras tanto, el crimen sobre dos ruedas está como se dice coloquialmente, “ñato de risa”. Los sicarios, raqueteros y extorsionadores, continúan moviéndose cómodamente en motocicletas, y encuentran en ella un vehículo ideal para el escape, el anonimato y la rapidez. Muchas de estas motos no tienen placas visibles, o las usan robadas. Y cuando la Policía logra identificar a los responsables, ya están lejos, amparados por la alta velocidad y la ausencia de control urbano. Sin embargo, los gremios y asociaciones de motociclistas lo minimizan y le dan la espalda al problema. Se victimizan, se defienden, y lanzan un argumento tan falaz como peligroso: “como nosotros no somos delincuentes, no deben restringirnos”.

¿Cómo pueden los gremios motociclistas cerrar los ojos y alegar que las medidas son injustas? ¿Es discriminación pedir que los chalecos y cascos tengan la placa del vehículo? ¿Es abuso impedir que dos personas circulen en una moto en zonas con alta criminalidad? Claro que no. En realidad, hay un intento desesperado por frenar una emergencia de seguridad pública.

Motociclistas rechazaron propuesta de Defensoría del Pueblo que buscaba restringir su circulación.

No se criminaliza a los motociclistas por lo que son, sino por la manera en que, en demasiados casos, se comportan en el espacio público. El problema no es la moto, sino su uso irresponsable y delictivo. Y mientras sigan escudándose en el discurso de “nosotros no somos delincuentes”, sin mostrar la más mínima disposición a colaborar con soluciones reales, seguirán siendo parte del problema. Su grado de empatía es tan nulo e insólito que se resisten a colaborar con las nuevas disposiciones de la PCM y del MTC, así sean populistas y demagogas, pero que, por lo menos en algo pretenden mitigar cualquier antijuricidad que ha invadido las calles.

Si bien, las temporales medidas del Gobierno son, en el mejor de los casos, parches mal colocados. Lo que se necesita es una reforma estructural, que incluya educación vial desde la escuela, control riguroso del parque automotor, formación policial adecuada para fiscalizar el tránsito, y una estrategia coordinada entre municipios, ministerios y ciudadanía. Pero, sobre todo, se necesita una transformación cultural. Hay que devolverle al espacio público el orden y el respeto que hoy ha perdido.

Los moteros han tomado las calles de la capital con total impunidad.

No podemos seguir tolerando que las calles se conviertan en una jungla sin reglas, donde la ley del motorizado más rápido y más ruidoso imponga su voluntad. Tampoco podemos seguir cediendo ante los chantajes emocionales de gremios que no reconocen sus propias responsabilidades. La libertad de circular no puede ser más importante que el derecho a vivir en seguridad. Es hora de trazar límites claros. Y que esos límites se respeten, sin excepción. El mensaje es claro: las calles no son territorio libre para tribus motorizadas sin ley.

Mientras tanto, la ciudadanía tiene el deber de no callar. Porque las calles no son de los motociclistas, ni de los delincuentes, ni del Estado ausente. Las calles son de todos y deben ser seguras para todos.

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