Actualidad

La (otra) puerta estrecha

Published

on

No me interesa lo que los demás piensen de mí. Además, no tengo amigos. Finjo tenerlos, que es peor. Los invito a casa, fumamos hierba, escuchamos metal y salimos a las calles a jugar Pokémon Go por el convento de Santa Catalina hasta que nos duelen los dedos de las manos o hasta que se nos acaba la batería del celular.

¿A quién puedo interesarle? No busco lástima. Detesto a los emos, son gente que desprestigia la depresión. He desaprobado tres cursos en la universidad porque no deseo seguir estudiando. Me dieron las ganas de mandar todo a la mierda y ya. Se acabó. Sólo quiero un poco de cariño y algo de comprensión. Pero papá, en la mesa, se la pasa hablando de los distribuidores del norte, de sus viajes a Punta Sal o a las playas de Asia con los gerentes que lo paran «meciendo».

Mi madre, en cambio, vive para cerciorarse de su vejez en el espejo, obsesionada con el paso de los años. No sabe qué hacer con su tiempo. Quisiera encerrarla en la cochera durante 24 horas y, a ver, qué hace sin un espejo. Cambiar el espejo por una soga. No sé. Podría empezar a mirarse los sentimientos, o avergonzarse de lo estúpida que se pone cuando papá la engaña. Mi madre se hace la cojuda y mi padre tira hasta por gusto. Ese problema es de ambos, no mío. Sólo quería decirles que lo sé. Me revienta, pero nada puedo hacer.

Yo amo la capoeira, la aprendí en el colegio gracias al profesor Stefano Ochoa. Me quedaba con él practicando y conversando de todo. De por qué yo andaba siempre mal en los cursos, de si mis padres se querían… o por qué todavía no tenía enamorada. Siempre evitamos el tema de la enfermedad. El profesor Ochoa es gay, quería ligar conmigo. Lo paré en seco y le dije que esas cosas eran de adultos. Eso ocurrió hace un año. Ya soy un adulto. Dos ciclos de arquitectura al agua y las ganas de ahogarme en la tina donde mamá toma largos baños de florecimiento.

Mis padres jamás me echarán de casa, así les diga que no quiero estudiar, que me quiero dedicar a la danza. No estarán de acuerdo, por supuesto que no, los conozco muy bien. Por eso he llamado a mi profesor Ochoa. Le dije que quiero vivir con él y Stefano se quedó mudo. Me dijo que eso era un «asunto delicado». Me trató con evasivas. Le dije que no soy gay pero quiero un poco de afecto. Mis vecinos pueden pensar mal, me repetía. A mí no me importa, le dije, ¿y a ti? Stefano tiene miedo. ¡Cobarde de mierda! Él no es gay. No está a la altura. Es un simple marica. No me gusta la gente que no sale del clóset. Las cagan… porque no tienen el valor de aceptarse. Los humillan en la televisión y en todos lados. En general, la gente tiene mucho miedo.

Vivo rodeado de gente miedosa: en un país de cobardes. Mamá no sale del clóset porque sabe que es cachuda, papá no sale al patio porque hay mucha ropa tendida: calzones, calzones y más calzones. A veces quisiera ser un poco distinto. ¡Realmente distinto! Mi profesora de Comunicación me dijo que no me dejo entender. «Tienes una buena prosa pero no te dejas entender». Ella fue la que, como todos los demás, no quiso entender que soy distinto. Nos hizo leer La puerta estrecha de André Gide y nos pidió una reseña de la obra. Yo escribí lo que sentía. Me siento un miserable porque sé que nadie ha sentido algo tan especial por mí. Amor virtuoso. Lo del profesor Ochoa no cuenta porque nunca fue recíproco. Yo no sé nada de la vida. Solamente ando en casa, encerrado en mi cuarto viendo cómo mi mundo y el de los demás se cae a pedazos.

No quiero ser como papá porque habla tan mal que me da vergüenza. No entiendo cómo llegó a ser gerente si ni siquiera puede decir bien su apellido. Cuando mamá le hace preguntas incómodas hasta tartamudea. Dan ganas de darle un par de manazos. De mamá me da algo de risa su vestimenta, sus tintes, su maquillaje y, sobre todo, su trato con las empleadas. Siempre manteniendo la distancia. Ricardina es casi de mi edad, creo que un poco mayor. Quiere estudiar en la UNSA. Se ha inscrito en un centro preuniversitario. «Está fuerte la chola», eso me dijeron mis amigos. A veces la he pescado mirándome raro. Es rara. Yo soy raro. Una vez, y contra su voluntad, acompañé a Ricardina a su academia. Quedaba por Goyeneche. Me metí a la clase y me sentí más extraño que nunca porque todos eran bien cholos. Nunca había visto a tanto cholo en un solo salón. No quiero ser racista… simplemente es lo que sentí. Ricardina me dijo que me fuera y eso hice. «Cuídese de su salud, joven», me dijo.

Recuerdo que llamé al profesor Ochoa y no me respondió. Stefano no me responde desde que le dije que quiero vivir con él. No sé qué les jodería más a mis viejos: si les digo que me enamoré de Ochoa o de Ricardina. Me gusta un poco de ambos. No es fácil enamorarse. Para mí es todo un drama. Es que no me quiero equivocar. Me gustaría irme a Brasil a aprender capoeira y vivir en las calles, lejos de los espejos y las fiestas de mis padres. Todo da lo mismo porque, aunque no me lo han confirmado, presiento que volvió la leucemia. En realidad, nunca se fue. Me queda poco tiempo, por eso no me puedo equivocar. Quiero algo espectacular antes de volver a la habitación 303 de la clínica Arequipa. Pero nada de eso pasará. Sólo  volverán las lágrimas y esa palabra que me hace sentirme tan triste, miserable e impotente. Médula.

 

Orlando Mazeyra Guillén (Arequipa, 1980). Acaba de publicar su cuarto libro de narrativa Bitácora del último de los veleros. Blog del libro: http://bitacoradelultimodelosveleros.blogspot.pe/

Comentarios
Click to comment

Trending

Exit mobile version