Opinión

La muerte del Conde de Lemos

Lee la columna de Julio Barco

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Debemos a la cizaña de los envidiosos la incuria hacia muchos de nuestros literatos. El Perú no solo es la capital del ceviche, sino que también, aunque duela, del oprobio mutuo. Dicho esto, desde siempre cayó sobre la muerte del gran escritor Abraham Valdelomar una irremediable injuria: morir entre heces, al fondo de un silo.

     Pienso en el enorme desprecio de alguien como Alberto Hidalgo que señaló, en sus infaustas prosas, este desagravio. Sin embargo, ¿qué sabemos sobre su muerte? Por un lado, tenemos la versión general de que se trató de un accidente, el 1 de noviembre de 1919, durante las primeras reuniones como diputado representante de Ica. Afirman algunos que, en los días previos, se quebró uno de sus espejos y estuvo a punto de no viajar.  Sin embargo, el conde subió a caballo por los caminos pedregosos que conducen a Ayacucho. Luego de las charlas protocolares, subieron a una casona ubicada cerca de la Plaza de Armas. Nuestro autor se ausentó, fue al baño para aplicarse morfina, un calmante que usaba para mitigar su mente nerviosa, y, al regresar, trastabilló por unas escaleras que, al contacto de sus zapatos, se quebraron y cayó violentamente, impactándose contra una pila de rocas. Tras este abrupto golpe, se accidentó de modo funesta la columna vertebral; dos días después, falleció exclamando:

“Me estoy muriendo. Dios mío, ¿Por qué me quieres llevar pronto?, si todavía no he terminado mi trabajo”.

     No se vio por esos días un funeral más apoteósico: las calles de Huamanga se llenaron de un cortejo diverso de vecinos que siguieron, ensimismados, el ataúd. Gotardo Almonacid afirma que todos pugnaban por cargar el ataúd como si se tratará de un héroe, y en verdad era un héroe de la cultura.

     A la luz de los años, y leyendo de modo concienzuda la obra de Valdelomar, mucho podemos conjeturar sobre su fulgurante destino, detenido en plena ebullición creativa. Tal como cuenta el pintor Fernando de Szyszlo en sus memorias, una sola mujer lo lloró cada tarde: su madre. Ella, gracias al dinero que recibió de unos cuentos de su hijo, pudo mejorar el nicho y fue enterrada junto a él. En el Presbítero Maestro, al pie de un larguirucho algarrobo, descansa nuestro genial Conde.

(Columna publicada en Diario UNO)

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