El aspirante a escritor entra al bar Cordano sin saber que su vida cambiará para siempre. Cruza la puerta y camina cabizbajo entre los pocos comensales que visitan el local a media tarde de un miércoles. No hace contacto visual con nadie, casi nunca lo hace desde hace un tiempo atrás.
El bar está a media luz. Algunos focos ordinarios son las únicas fuentes de claridad. Se apoya en la barra al lado más alejado del resto. Pide una cerveza para calmar la sed y la agitación, pues ha caminado varias cuadras bajo el intenso sol del verano. Toma tres tragos largos y se pone a observar el lugar y a la gente que tiene alrededor. No sabe si lo hace por curiosidad o por aburrimiento. Es consciente que un escritor debe tener el ojo siempre abierto, ver lo que otros no llegan a ver, escuchar lo que otros no perciben, entender lo dicho entre líneas, encontrar esa pequeña particularidad en la mirada, o en la forma de hablar de alguien que el resto no encuentra o no tiene interés en encontrar.
En una mesa ve a dos hombres mayores. Ambos usan gorra, tapando sus pelos canos y visten guayaberas. Por sus expresiones y gesticulaciones se nota que están teniendo una conversación entretenida e intensa. A dos mesas está sentada una mujer cuarentona. Luce un vestido floreado que le permite mostrar el contorno de su figura delgada y atractiva. La ve tomando sorbos pequeños a su cerveza. Mira seguido su reloj como si esperara a alguien.
Sabe que debería prestar atención, que en su cabeza debería estar conectando ideas, creando vasos comunicantes entre los distintos elementos del escenario, de los presentes y sus particularidades, y así crear personajes para sus futuras novelas. Pero sus fracasos lo han dejado frustrado, abandonado de esperanza, y a pesar de saber que es su deber como aspirante a escritor, desiste de hacerlo. Sabe que las ideas que se le vienen a la cabeza son trilladas, flojas y carentes de encanto. Recuerda que en el trayecto al bar entró a una bodega en Jirón Junín a comprar unos cigarrillos. La bodeguera tenía un parche en el ojo derecho y una leve cojera. Saliendo de la tienda se imaginó una mujer pirata que había llegado al Perú buscada por la justicia y tuvo que conformarse a ser bodeguera por el resto de su vida. “Que idea para más burda”, pensó, mientras seguía su recorrido.
De todas formas continúa peinando el bar con la mirada y al llegar a la esquina, a la mano izquierda de la puerta, se queda paralizado. Su cuerpo no sabe cómo reaccionar. La sorpresa le hace pegar un pequeño grito pero se atora con un poco de cerveza que le queda en la boca, dando como resultado una especie de ronquido absurdo. Mira a las demás personas, como preguntándoles si se dan cuenta de quién está ahí. Quiere pedirle a alguien que le confirme que su mirada no lo engaña y que le reafirme su cordura.
Sentado en el rincón, tapado por las sombras, está el escritor Roberto López-Torres. Uno de los escritores españoles más respetados en el mundo literario. No solo era reconocido por la crítica especializada y por sus colegas, sus libros eran a su vez devorados por el público y desaparecían en pocos días de las estanterías. El héroe de sus novelas, y para muchos especialistas, su alter ego, Vicente Amado, personaje orgulloso y erudito, es un escritor de novelas y ex académico que, a lo largo de doce libros tiene todos los percances que un hombre dedicado a escribir ficción puede sufrir. Bloqueo, falta de inspiración, confusión entre la realidad y la fantasía, la inseguridad propia del artista que hace que cada cierto tiempo, al reflexionar sobre su obra, se haga la pregunta ¿para qué? Distracciones causadas por problemas familiares, y demás inconvenientes, lo acompañan a lo largo de cientos de páginas.
Pero no todo es confusión y desasosiego. La vida de Vicente Amado está plagada de aventuras; aventuras literarias para ser exactos. En “Camino a lo inferior”, segunda novela de López-Torres, publicada en 1979, luego de releer La Divina Comedia de Dante Alighieri y El Corazón de las Tinieblas de Conrad, Amado reflexiona acerca de las travesías literales y simbólicas, físicas y espirituales que se realizan de manera vertical, hacia el fondo o hacia el abismo. Consciente de lo mundana que es su vida, en comparación a la de Dante y Marlow, decide salir a caminar en dirección sur de su casa en Alicante y así vivir su propia aventura.
¿Cómo es posible que tremenda joya literaria esté sentado una tarde de miércoles en este bar?, se pregunta. Al mismo tiempo que está considerando acercarse o no, piensa en la colección completa en edición de bolsillo de las novelas de Roberto López-Torres, acomodadas de modo cronológico en la humilde biblioteca de su apartamento. La obra de ese hombre lo había inspirado a, por primera vez, agarrar un lápiz y escribir ideas, cuestionamientos, aforismos, que con el tiempo fueron pasando a ser premisas y esbozos de personajes.
Sería un tonto si no aprovecho esta oportunidad, piensa. Tiene a unos cuantos metros no solo a un hombre que admira en profundidad, sino que es lo más cercano a una estrella de la literatura en habla hispana. Da un profundo respiro y termina su cerveza esperando que ese último trago disminuya la inseguridad, el miedo y la timidez, y eleve su valentía. Deja el vaso en la barra y se empieza a acercar. No sabe por qué camina tan sigiloso entre las mesas, como un depredador asechando a su presa. Pasa junto a los dos hombres mayores con gorra y guayabera, que continúan en su acalorada pero amena discusión, y junto a la mujer con el vestido floreado y de figura atractiva, absorta en su reloj, ignorando todo a su alrededor, incluyendo al aspirante a escritor.
-Buenas tardes… me llamo Francisco del Carpio… un gusto en conocerlo… encantado – brotando las palabras de su boca se da cuenta que su saludo e introducción fueron más un monólogo que el inicio de una conversación, como si se hubiera saltado las intervenciones de su interlocutor.
No recibe respuesta. López-Torres está distraído, con la cabeza apuntando hacia una dirección y un ángulo que, al parecer, no lo lleva a ver nada concreto. Francisco lo contempla maravillado, pero al mismo tiempo algo le preocupa. Es la misma persona que sale en las solapas de todos sus libros, pero no es ese hombre con mirada segura, aguda, profunda pero sincera, con una media sonrisa de satisfacción hacia sí mismo y con una postura firme. Lo que tiene al frente es una versión golpeada y contrariada. Está despeinado, muestra tener menos pelo de lo que tenía en las últimas fotografías que había visto. Las ojeras lo hacen parecer un mapache. Los ojos los tiene húmedos. Su mirada, la de alguien que después de haber sufrido más de una tragedia se pregunta si su futuro albergará alguna más.
-¿Maestro López-Torres? – vuelve a insistir de forma solemne y pomposa. Esta vez con un poco más de preocupación. Recordando que desde la barra, donde estaba parado un par de minutos antes, no pudo notar aquel patético semblante.
Por fin, después de unos segundos de espera que se le hicieron eternos, el maestro escritor responde:
-Sí… Vicente Amado… mucho gusto – se presenta, distraído y con confusión en sus ojos. Le extiende el brazo con debilidad. Lo que Francisco recibe no es un apretón de manos, es un pedido de auxilio, como si el escritor estuviera a segundos de desvanecerse y buscara un último contacto humano.
Sabe que lo que ha escuchado no es correcto, que su nombre no es Vicente Amado, ese es su personaje, su héroe. Se niega a pensar que su ídolo se haya vuelto loco. Preferiría creer que el bar Cordano es en realidad una puerta hacia una dimensión paralela en donde los escritores se convierten en sus personajes. Rápido se acuerda de que López-Torres tiene, según la prensa española, una personalidad juguetona, que es bromista y le gusta causar, de vez en cuando, un poco de controversia, inofensiva, pero al fin y al cabo, controversia.
Sorprendido de su propia osadía y descaro, se sienta frente a él. Le empieza a decir lo mucho que lo admira, que lo lee desde hace muchos años atrás. Le cuenta que la primera obra suya que compró fue “Encierro voluntario”, novela publicada en 1996, en la que Amado quiere escribir una nouvelle epistolar que planea llamar ´Madres e hijos´, acerca de las cartas que intercambian un niño, encerrado en un centro psiquiátrico, y su madre. Le confiesa que esa novela fue lo que lo motivó a agarrar lápiz y papel e intentar escribir, pues era la novela más original que había leído hasta ese momento.
Se da cuenta que, ahora sí, está en medio de un verdadero monólogo. No solo eso, es consciente de que ha estado hablando con la mirada hacia el techo, hacia el piso o hacia los lados, nunca mirando de frente a su ídolo. Al pensar en eso se da cuenta recién que López-Torres (o Vicente Amado) lo está viendo directo a los ojos. Siente una gota de sudor cayendo por su sien y luego cayendo por su mejilla. Al mismo tiempo ve que a López-Torres también le cae una gota de sudor por un lado del rostro.
Le confiesa que quiere ser escritor. Le empieza a narrar los últimos años de su vida. Los constantes rechazos de las editoriales. Le cuenta que tiene escritas tres novelas y que habían sido rechazadas por todas. Que primero intentó con las grandes, las internacionales, Planeta y Random House, de las cuales ni recibió respuesta. Aún con esperanzas pasó a las nacionales, más pequeñas e independientes, creyendo que el nivel de exigencia y las expectativas comerciales serían más bajas, y que, en todo caso, podrían apoyar a un autor local, a una futura promesa. La única diferencia fue que de esas sí recibió respuesta, todas negativas, siendo la más dura la de la editorial Altazor.
-Tus personajes no son creíbles, me dijeron. ¿Puede creerlo? Ni siquiera me dijeron ´personaje´, me lo dijeron en plural, ´personajes´. Nunca supe si se referían a los de la última novela o los de las anteriores que les envié. A los de toda mi obra.
Continúa su desahogo, ante la mirada pasiva de Vicente Amado, recordando en voz alta que el constante rechazo del mundo editorial y literario lo dejaron derrotado y despojado de toda seguridad en sí mismo. Le cuenta que en las últimas semanas había escrito, por lo menos, diez nuevos personajes. Entre ellos Aurelio Villanueva, un astronauta peruano, ambicioso y manipulador, espía de la Unión Soviética, que busca involucrarse en la carrera espacial desde el lado norteamericano y que acaba siendo parte del complot para asesinar al presidente Kennedy. Se le viene a la cabeza Doña Marta, una anciana senil que se ve a sí misma como una santa sanadora y que desea recorrer Latinoamérica obsequiando su mano milagrosa. Esas, y otras ideas más, todas desechadas. Pequeñas montañas de papeles arrugados, amontonados alrededor del basurero junto a su escritorio. Rastros de una imaginación cansada y perdida. ¿Acaso las ideas de uno pueden valer tan poco?, se pregunta. Le cuenta que esa misma mañana había decidido no volver a escribir más. Lo iba a dejar todo atrás. Ya no perdería su tiempo en sueños de opio.
-Un consejo suyo significaría mucho para mí – las manos las tiene juntas, como si le suplicara o le rezara a un santo, arrodillado en una capilla.
Se da cuenta que la mirada del escritor otra vez está perdida, abrumada en el abismo de sus propios pensamientos. Empieza a considerar que acercarse fue un error. Más aún, haber depositado la única reserva viva de su fe en ese hombre que lo mira sin mirarlo.
Ve a su alrededor, no se da cuenta que había transcurrido un tiempo considerable, que estaba un poco más oscuro y que el bar se había llenado de gente. Obreros, oficinistas y abogados de poca monta pululan a su alrededor. El bar se está llenando de humo, dándole un tono grisáceo.
López-Torres se empieza a acercar levemente hacia Francisco. La nueva iluminación le da un aspecto un poco siniestro, resaltando algunas arrugas y marcas en la piel. Le parece que quiere decir algo. Su boca se abre unos centímetros y luego se cierra, una y otra vez. Después de, al parecer, varios intentos de querer hablar, finalmente dice:
-Busca en ti.
El aspirante a escritor se queda pasmado. Después de contarle todas sus desgracias y miserias lo único que recibe a cambio son esas tres palabras. Busca. En. Ti. Al inicio no sabe qué pensar. La situación le recuerda a las películas de aventura y fantasía en las que el héroe está sentado con el sabio esperando alguna ayuda, alguna revelación, para solo recibir un mensaje críptico que al inicio lo confunde y frustra, considerándose estafado, solo para luego, a través de una epifanía, entender el mensaje.
Quiere sacarle más consejos, algún otro, no tan insuficiente y reducido. Le dice que se quede ahí sentado un momento, ante la mirada confusa del escritor. Se para y se aproxima raudo a la barra y pide dos cervezas. Apura al barman para que le de los vasos y pueda volver rápido a la mesa. Regresando tiene que esquivar a las personas que se habían aglomerado en el camino. Hace piruetas con los vasos para que no se le caigan y cuando por fin llega se da con la desagradable sorpresa de que la mesa está vacía y López-Torres no está a la vista. Desilusionado deja los dos vasos sin consumir y se retira rumbo a su casa.
Sentado en el escritorio dentro de su departamento cerca de la Plaza Italia, repite en su cabeza el consejo que le había dado López-Torres sentado en la mesa del bar Cordano. A pocos metros, aún están las montañas de papeles doblados rodeando el basurero. Los mira como una forma de presionarse a pensar, a descifrar el consejo que le había sido otorgado un par de horas antes. Se pregunta qué le pudo haber ocurrido, la razón de aquel patético semblante. ¿Se habría vuelto loco? Piensa en la posibilidad de que un escritor pueda perder la cordura, ver otras realidades, confundir la ficción con la realidad. La maldición del escritor.
Se pone a escribir, casi sin pensar, perfiles de personajes nuevos. Lo que se le va ocurriendo lo hace sentirse peor consigo mismo, más de lo que se sentía antes: una niña de clase baja víctima de un extraño y único caso de Alzheimer que se vuelve una celebridad a nivel mundial, un historiador fracasado que se inventa una crónica de siglos de antigüedad para hacerse famoso, un payaso de circo que decide cambiar su vida y entrar en política pero manteniéndose en personaje. Preocupado por la posibilidad de haber perdido toda objetividad sobre sus creaciones, no puede dejar de pensar que sus ideas son muy malas. Cree que la pesadilla nunca va a acabar y que la obsesión por encontrar a ese personaje redondo, verosímil y atractivo lo perseguirá por siempre. Piensa en sí mismo, en lo mal que le ha ido en la vida y, sin tener certeza del porqué, empieza a escribir en una hoja sus propios datos: Francisco del Carpio, treinta y nueve años, divorciado, desempleado, despedido cuatro veces de diferentes empleos, solitario, poco agraciado, aspirante a escritor y frustrado. Por último, escribe en pocas líneas el momento surrealista que pasó con López-Torres en el bar, más temprano ese mismo día.
Lee varias veces lo que acaba de escribir, su propia información, el resumen de su vida. Se da con la sorpresa de que le gusta lo que está leyendo. Piensa en que uno se puede apreciar mejor al verse escrito. Se sufre una especie de desdoblamiento, uno se vuelve ajeno, se convierte en otro. Recuerda las palabras de López-Torres (¿o de Vicente Amado?, se pregunta): “Busca en ti”. En esas tres simples palabras estaba la respuesta.
Mientras camina apurado de vuelta al bar, donde planea sentarse para convertirse en su propio personaje, al igual que lo hizo López-Torres, se va imaginando la primera historia que escribirá, protagonizada por Francisco del Carpio, la del día en que su vida cambiaría, una en que, cansado de su mala suerte y frustrado por los rechazos, busca consuelo en la bebida en un bar, donde se encuentra con su autor preferido y aprende que la mejor fuente de ideas es uno mismo y que los escritores se pierden entre la multitud y flotan en un limbo, en el cual se olvidan quiénes son.