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LA LLAVE DE TU CONCIENCIA

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Porque:
El que quiere amar la vida
Y ver días buenos,
Refrene su lengua de mal,
Y sus labios no hablen engaño.

1 Pedro 3:10

Respiro, sin embargo, no existo. Esto lo resolveremos juntos. ¿De acuerdo?

Ninguna experiencia positiva, diáfana o bienhechora da cuenta de mi paso por este mundo —tu mundo— tan ancho como ajeno.

—¿Tienes coraje para volver? —me pregunta la voz de la conciencia.

—Volvería… Pero hay un problema.

—¿Cuál?

—Nadie me espera.

Por responderle a esta inexpugnable jueza interior es que siempre corro el riesgo de resultar incoherente o abstruso. Aunque, en verdad, lo que menos me importa es que alguien se aproxime a la lógica de mi pensamiento.

Abro el ropero ajeno y este luce repleto de raídas mortajas, pañuelos polvorientos y franelas grises.  En  medio del caos, llego a reconocer un escapulario de la Virgen de Chapi muy parecido al que me regaló mi madrina el día que hice la primera comunión:

—Ubaldo, la Virgencita te protegerá. Será como una madre para ti.

—¿Cómo era mi madre, madrina?

—Como las rosas…

—Pero a mí no me gustan las rosas.

—¿Y por qué no te gustan?

—Porque no respiran.

Mi madrina sonrió y, mientras me alisaba el cabello, me aclaró que las plantas vivas respiran aunque no nos percatemos de ello.

—Y, ¿por qué no nos damos cuenta? —pregunté sin pensármelo mucho.

—Porque así son los designios del Señor —sentenció convencida—. ¿Tú crees en Dios, Ubaldito?

—Claro que sí, madrina.

—¿Y lo has visto?

—No —repuse algo triste—. Nunca lo he visto.

—¿Entonces cómo crees en Él?

—Porque Dios es Dios.

—¿Y respira?

—No lo sé.

Dios estaba pintado en el techo de la iglesia del pueblo. Una túnica color cielo, barba tupida y mirada serena, justa, impoluta.

—¿Respiras? —pregunté contemplando su escueta boca.

Nadie me respondió. Quizá ese día empecé a dejar de asistir a la iglesia. Me parecía absurdo creer en alguien que no respiraba. Dios era como las rosas: respiraba a escondidas.

Al poco tiempo, conocí la taberna de don Román y empecé a beber precozmente.

Con los estímulos del ron de quemar Dios se volvía imprescindible. Es más, yo era Dios.

Empecé a leer furiosamente muchas novelas y quise conquistar el mundo (no sé con claridad cuál de las dos cosas ocurrió primero). En todo caso, quise construir un mundo a mi medida. Me fui del pueblo sin despedirme de mi madrina (mi única pariente conocida).

Soy algo así como un trotamundos. Llevo una vida disoluta y trashumante. De pueblo en pueblo, y de cantina en cantina. He dejado sin respiración a un manojo de imbéciles que tuvieron el coraje de contradecirme:

—Dios sí existe —me dijo el cura al que acabo de matar—. Lo que pasa es que estás perdido.

—¿Qué fue lo que dijo? Repítalo.

—Eres una oveja que se separó del rebaño.

Le destrocé la cara a punta de trompadas. Cuando daba sus últimas boqueadas, esos labios sanguinolentos llegaron a murmurar dos palabras: te perdono.

—¿Respiras? —pregunté iracundo.

El cura dejó de hablar. No lo volvió a hacer.

Me he pasado la vida tratando de averiguar cómo era mamá.

—No como tú —repite mi conciencia—. ¡No como tú!

—¿Entonces como quién?

—Como las rosas.

Si hubiera conocido a mamá todo sería distinto. Tendría una familia, una morada, algún hijo, un trabajo digno, siquiera un perro que me ladre… y estaría exonerado de este prontuario que solo enorgullece a los malditos.

A veces hablo con los muertos cuando me sumerjo en los túneles de la conciencia a través del sueño delirante:

—¿Cómo es la vida después de la muerte?

—Como las rosas —me dice una voz extraña, intimidante, rotunda y masculina. Cuando quiero verlo acude otra vez a mí aquella persistente imagen del techo de la iglesia del pueblo.

—¿Acaso respiras? Tú no respiras —lo reto envalentonado. Rabia luciferina.

Cuando despierto me acerco las manos a la boca y exhalo ese calorcito que ratifica mi calidad de ser viviente.

No existo.

Solo soy un montón de palabras (apenas un esbozo insatisfactorio que deja a los extraños con la miel en los labios): el hijo sin madre, el incrédulo prematuro, el ahijado ingrato, el viajero impenitente, el asesino de la fe, el enemigo de las rosas, el heraldo del inframundo… el personaje incipiente… Todo eso y nada en absoluto. Me inoculo en ti, me lees y, sin darte cuenta, te poseo. Me revuelvo en tu existencia tan disímil a la mía. Tan parecida. ¿No lo crees? Pues a mí también me gusta leer historias ajenas. Soy parte de tu vida, que no te quepa la menor duda. Ya existo: aleteo dentro de tu espíritu. Cada palabra mía pasa a ser tuya gracias a tus ojos… creciente complicidad.

Hay un inconveniente: te advierto que me estoy despidiendo. Todo acaba. Todo tiene su final. Sin embargo, mientras vivas, estarás bajo mi férula. No podrás escapar de mí. Desde este instante gobierno tu existencia. Solo tienes una salida: ignorar mi orden suprema, aquella que te separa de la verdad (¿serás capaz, idiota?):

—Respira.

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