Es, acaso, uno de los más desenfadados poetas y escritores peruanos que conozco. Con ello —con su desenfado— demuestra una cosa (de la que estoy plenamente convencido): la poesía también es alegría, vacilón, irreverencia, y no solo sufrimiento, no solo rabietas (dizque revolucionarias o cosas por el estilo). La poesía (y, en general, la literatura) es —principalmente— para dar felicidad (repito, para que no se vaya a malinterpretar: principalmente, no únicamente). (Ah, y otra cosa, la poesía —lo digo y lo repetiré siempre— no es privilegio de infelices —como alguna vez lo insinuó, creo que equivocadamente, Charles Bukowski).
El poeta del que estoy hablando (quién más va a ser, pues) es Jorge Espinoza Sánchez, autor de Los muertos hablan latín, su hasta ahora última entrega literaria que ha sido bellamente ilustrado por el artista Alex Sotero.
Su trabajo con la palabra se puso de manifiesto, inicialmente, con la publicación de Paroxismo, poemario que apareció, si mal no recuerdo, en 1973. Años después, en 1995 publicó un poemario que me impactó profundamente, que me conmovió, Poeta en el infierno. En este libro (que fue reeditado el año 2012, con algunos textos creo que injustamente eliminados) tiene, entre otros, un poema que es expresión de una intensa ternura —filial, en este caso— y sinceridad, en momentos dramáticos; me refiero a aquel cuyo título simplemente es este: “Olvidarás que has muerto hace mucho”. En él, el poeta le habla a su padre muerto acerca de lo que tuvo que vivir cuando la estúpida y cobarde represión de un gobierno dictatorial lo llevó injustamente a la cárcel como si se tratara del más peligroso de los delincuentes terroristas. En ese poema, el poeta le habla a su padre con una familiaridad extrema, con lo que ya aludí al principio, con desenfado, con lenguaje de barrio, de calle: “…sigamos conversando, viejo, / cuéntame de las muchachas de allá”, le pregunta al final del texto, “esto te hace bien, / olvidarás que has muerto hace mucho”. Y este otro, “Carta de amor a una hermosa gitana”, en que —casi desfalleciente— le dice a Zulma: “tal vez jamás vuelvas a verme con vida, / es de poetas morir de crepúsculos, / pero no llores pequeño ángel, / amaste a un poeta, / es decir, amaste a todos los hombres de la tierra / y no hay historia de amor más bella que la nuestra”. ¡Notable y desgarrador, realmente!
Nuestro poeta es, además, narrador. Un narrador que tiene la virtud (creo que es fácil intuirlo) de mandar al diablo la solemnidad, que no le importa lastimar la castidad de algunos oídos. En 1983 nos sorprendió con una colección de relatos que, desde el título, ya estimula la necesidad de, acaso, santiguarnos como viejas beatas. Me refiero al libro nombrado como “El violador de Lurigancho”. Ah, pero si esto —a pesar de todo— pudiera parecer “pasable”, debo decir que uno de los cuentos escritos por Espinoza Sánchez tiene un título que, no obstante ser —digamos— medio oblicuo, viene con una carga definitivamente perturbadora, por su “doble sentido”: “Al cielo se entra por atrás”. ¿Creen que esto es todo? Pues no. Aquí otro título (de un relato publicado con mordaces ilustraciones): “El ratoncito caficho”. Es Jorge Espinoza, pues, para quien la literatura no tiene que ser solo drama, solo frustraciones, solo infelicidad; sino, también, júbilo, desenfado, optimismo.
No solo eso, dije. Es decir, también puede destilar todo eso a lo que he aludido, hasta incluso puede ser una suerte de instrumento de denuncia, cómo no. Y eso —denuncia— es lo que Jorge Espinoza Sánchez nos presenta (con una belleza terriblemente corrosiva) en una de las novelas más reeditadas en nuestro medio; me refiero a Las cárceles del emperador, que es una suerte de crónica en la que, descarnadamente, nos habla (como bien afirma Fico García en la nota de contratapa) del “descendimiento a los círculos más profundos del infierno”, la vida en una cárcel del Perú, de la que —a su manera, y en circunstancias distintas— también han escrito Gustavo Valcárcel y José María Arguedas.
Y, bien, aunque no se trata precisamente de un “descendimiento al infierno”, hay un libro (repito, el último hasta ahora publicado por nuestro poeta) que nos presenta virtualmente a su autor algo así como a un Dante (o, tal vez, como Caronte en una barca) que se desplaza por lo que sería el “inframundo”. Me atrevería a vincularlo, también —pero solo por analogía— con el regreso de Juan Preciado a Comala en busca de Pedro Páramo (en la novela de Juan Rulfo). El libro al que estoy refiriéndome es Los muertos hablan latín de nuestro poeta Jorge Espinoza Sánchez.
Los muertos hablan latín es un libro en prosa (notablemente culterana) escrita a la manera de relatos que no son propiamente cuentos, porque carecen de la estructura de este tipo de narraciones (elemental: exposición, nudo y desenlace). En la pequeña nota insertada en la contratapa del libro se dice que es “una alegoría de la fragilidad terrena y los sorprendentes eventos que giran en torno a la impredecible existencia humana”, y se agrega que “sus imágenes delirantes nos conducen a un universo donde el horror a la muerte se transforma en un ritual celebratorio de Eros”. Digamos que eso es cierto. Pero no solo es lo que allí se afirma. Es —también— una expresión de irreverencia, de burla, de insolencia, de trato despiadadamente desenfadado, hacia aquello que no solo ha sido, secularmente, tratado con respeto y temor, sino también con duda: la muerte, como fin inevitable pero al mismo tiempo temido y rechazado.
No son cuentos, dije. Pero son textos que están construidos de modo narrativo, como relatos. Sin embargo, creo que no incurro en grave error si los califico como poemas, poemas en prosa como son las composiciones que Charles Baudelaire publicó con el título de “Pequeños poemas en prosa” (también conocidos como “El spleen de París”), y que son sobre todo, con algunas excepciones (como “El tirso”, por ejemplo), estrictamente relatos. Por qué digo esto, porque lo que ha logrado Espinoza Sánchez no es precisamente “contarnos algo” sino, fundamentalmente, poner de manifiesto una actitud (“disposición de ánimo”) frente a algo, en este caso de desenfado, de burla, digamos de “irreverencia solemne” ante la muerte; y esto es una forma de hacer poesía.
Víctor Huirse, Jorge Espinoza y Sánchez Hernani.
También, me parece, es dable vincularlo de algún modo con Ionesco o con Becket, por esto: porque es el absurdo lo que prima en este libro; absurdo que —hay que reconocerlo— va de la mano con lo “real maravilloso” (o la maravilla de lo irreal). ¿Es o no absurdo —como aparece dicho en el libro— pedir a la muerte que no prive “a los vivos de su hermosa presencia” (pág. 21)? Sí, es bello y disparatadamente absurdo. Eso es lo que ofrece la literatura, la poesía: escapar de la “normalidad”, creando realidades insospechadas, extraordinarias.
Hablé de irreverencia. Sí, pues. Y tal vez esta se manifieste de modo extremado en esta frase: “Un crucifico colgado de mis testículos” (pág. 14). La obra literaria no tiene que ser un manual de urbanidad o de etiqueta social; tampoco un breviario de moral y buenas costumbres.
¿Este libro es una apología en favor de la muerte? ¿Una celebración del final de la vida? No. Es, más bien, un alegato contra el sufrimiento, en favor de la vitalidad de la esperanza aún a pesar de lo irremediable de ciertas circunstancias. Sépase que, por lo demás, esto no es nada nuevo. Nuestros pueblos, todos los pueblos, han tenido y tienen desde épocas inmemoriales un comportamiento esperanzado y jubiloso frente a la muerte. ¿Han visto lo que ocurre los días 1 y 2 de noviembre de cada año en los cementerios populares? ¡Hay fiesta, pues!
Los muertos hablan latín es, por lo demás, un conjunto de textos cuestionadores especialmente del poder espiritual de la Iglesia; por ello, intuyo, la acritud de referencias como estas: “Una larga fila de viciosos sacerdotes se masturbaba en la carretera haciendo temblar el asfalto” (pág. 11); “Se contempló bestias clericales, folgando enajenadas papisas de rojas cabelleras…” (pág. 21).
Debo decir, finalmente, que este libro nos hace comprender una inesperada verdad (dicha en el poema en verso puesto como una suerte de preámbulo o epígrafe): “la noche es maravillosa / y el día solo un asunto de herejes”. De esto pudimos —creo— ser testigos cuando este libro fue presentado en público por primera vez, hace algunas semanas. Dónde ocurrió el acto o “aquelarre”: pues en un cementerio, en el cementerio Presbítero Maestro, en el pabellón de los suicidas, y se hizo en horas de la noche. Una celebración no a favor, sino contra la muerte, como debe ser, naturalmente.