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La juventud como una de las Bellas Artes

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Para los antiguos griegos aquel que moría joven era el favorito, el amado por los dioses. Si se considera que Sócrates fue condenado a beber la cicuta por el hecho de corromper a la juventud, se puede deducir que los jóvenes griegos eran el mejor fruto de la polis. Muchos siglos después, en la Europa de 1774, la lectura del “Werther” de Goethe propiciará suicidios colectivos entre la juventud, que intentaba emular el destino de su protagonista literario.

“Sé hombre y no sigas mi ejemplo” era la advertencia que un azorado Goethe colocó en la segunda edición de “Werther” ante la escalada de suicidios; sin embargo, para una época que comenzaba a  deslizarse por los márgenes de los moldes clásicos, no era descabellado que quienes sentían el arte como una segunda piel estuvieran dispuestos a ofrendar su recién descubierta juventud. No es otro concepto el  “Vive rápido, muere joven y deja un cadáver bonito” del siglo pasado. Claro, que esta vez encapsulado, convertido en receta, en prescripción médica.

Pero ¿Qué tiene la juventud que después de varios siglos sigue conservando su encanto hasta volverse, en nuestros tiempos, en una etapa indefinida? Porque, hoy más que ayer, todos sabemos cuándo se inicia, pero su final parece ser una cuestión de la subjetividad: quien se siente viejo a los treinta años es porque ha perdido la fe, la fe en la juventud, claro está. Alguna aproximación quizás se encuentre en la conocida frase “pecado de juventud”. Porque desprendido de sus resonancias religiosas viene a significar una especie de impunidad generacional. Pues la juventud es también deseo de inmortalidad, arrojo, rebeldía; no en vano el primer golpe de estado en el Perú lo dio Diego de Almagro “El Mozo” a la edad de veinte años.

“Espero morir antes de hacerme viejo, las cosas que hacen (los viejos) son demasiado frías” cantaban “The Who” en el clásico “My generation”. La rica insolencia de la juventud. La juventud preñada de sueños.

Joseph Campbell en “El hombre de las mil caras” encuentra un patrón narrativo en los rituales del mito del héroe en diferentes culturas de la antigüedad; en una época donde las sociedades se erigían en base a los rituales, el tránsito a la adultez era un momento crucial. Pero ¿Qué le espera a una cultura occidental que hace mucho se desprendió de los rituales del paso a la adultez? Quizás la literatura tenga alguna respuesta.

En “Bienvenido Bob” de Juan Carlos Onetti asistimos a una especie de “road movie” espiritual donde se puede ver condensado el tránsito del personaje Bob hacia su adultez; el narrador anónimo, que es novio de la hermana de Bob y víctima de los ímpetus de este, nos informa del pensamiento de un Bob juvenil, con ocasión de evitar la boda de su hermana: “Usted no se va a casar con ella porque usted es viejo y ella es joven. No sé si usted tiene treinta o cuarenta años, no importa. Pero usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son extraordinarios” “Claro que usted tiene motivos para creer en lo extraordinario suyo. Creer que ha salvado muchas cosas del naufragio. Pero no es cierto” “Usted es egoísta; es sensual de una sucia manera. Está atado a cosas miserables y son las cosas las que lo arrastran. No va a ninguna parte, no lo desea realmente. Es eso, nada más; usted es viejo y ella es joven”

Ahora veamos a Bob, después de diez años, que es el lapso en el cual el narrador anónimo vuelve a encontrarlo: “Hablo con él, sonrío, fumo, tomo café. Todo el tiempo pensando en Bob, en su pureza, su fe, en la audacia de sus pasados sueños. Pensando en el Bob que amaba la música, en el Bob que planeaba ennoblecer la vida de los hombres construyendo una ciudad de enceguecedora belleza para cinco millones de habitantes, a lo largo de la costa del río; el Bob que no podía mentir nunca; el Bob que proclamaba la lucha de los jóvenes contra los viejos, el Bob dueño del futuro y del mundo. Pensando minucioso y plácido en todo eso frente al hombre de dedos sucios de tabaco llamado Roberto, que lleva una vida grotesca, trabajando en cualquier hedionda oficina, casado con una mujer a quien nombra “mi señora”; el hombre que se pasa estos largos domingos hundido en el asiento del café, examinando diarios y jugando a las carreras por teléfono”

El proyecto juvenil de Bob, al parecer ha fracasado  y el narrador anónimo, cual Virgilio guiando a Dante por el infierno, será su cicerone: “No sé si nunca en el pasado he dado la bienvenida a Inés con tanta alegría y amor como diariamente le doy la bienvenida a Bob al tenebroso y maloliente mundo de los adultos. Es todavía un recién llegado y de vez en cuando sufre sus crisis de nostalgia. Lo he visto lloroso y borracho, insultándose y jurando el inminente regreso a los días de Bob. Puedo asegurar que entonces mi corazón desborda de amor y se hace sensible y cariñoso como el de una madre. En el fondo sé que no se irá nunca porque no tiene sitio donde ir; pero me hago delicado y paciente y trato de conformarlo. Como ese puñado de tierra natal, o esas fotografías de calles y monumentos, o las canciones que gustan traer consigo los inmigrantes, voy construyendo para él planes, creencias y mañanas distintos que tienen luz y el sabor del país de juventud de donde él llegó hace un tiempo. Y él acepta; protesta siempre para que yo redoble mis promesas, pero termina por decir que sí, acaba por muequear una sonrisa creyendo que algún día habrá de regresar al mundo de las horas de Bob y queda en paz en medio de sus treinta años, moviéndose sin disgusto ni tropiezo entre los cadáveres pavorosos de las antiguas ambiciones, las formas repulsivas de los sueños que se fueron gastando bajo la presión distraída y constante de tantos miles de pies inevitables”

Como se ve en el cuento de Onetti, la adultez no es más que la cadena, la repetición, la burocracia del espíritu; tema compartido por Vargas Llosa hacia el final de “Los cachorros”; Cuéllar, el protagonista, ha muerto prematuramente y sus compañeros después de unos años: “Eran  hombres  hechos  y  derechos  ya  y  teníamos  todos  mujer,  carro,  hijos  que  estudiaban  en  el  Champagnat,  la  Inmaculada  o  el  Santa  María,  y  se  estaban  construyendo  una  casita  para  el  verano  en  Ancón,  Santa  Rosa  o  las  playas  del  Sur,  y  comenzábamos  a  engordar  y  a  tener  canas,  barriguitas,  cuerpos  blandos,  a  usar  anteojos  para  leer,  a  sentir  malestares  después  de  comer  y  de  beber  y  aparecían   ya   en   sus   pieles   algunas   pequitas,   ciertas   arruguitas.”

“Cuando uno es joven y las flores que caen no se recogen” dirá Heraud. La nostalgia de la juventud irrealizada. Lo que un dia fue no será. Aunque más profundo es no haber sido nunca. Onetti, otra vez, ejemplifica muy bien esto en “El posible Baldi”. Brevemente: Baldi es un abogado que conoce a una joven y en la conversación se hace pasar por un personaje inventado, que a fuerza de cargarlo de veracidad, se le hace más real y más interesante que él mismo, entonces:

Comparaba al mentido Baldi con él mismo, con este hombre tranquilo e inofensivo que contaba historias a las Bovary de plaza Congreso. Con el Baldi que tenía una novia, un estudio de abogado, la sonrisa respetuosa del portero, el rollo de billetes de Antonio Vergara contra Samuel Freider, cobros de pesos. Una lenta vida idiota, como todo el mundo” “Porque el Dr. Baldi no fue capaz de saltar un día sobre la cubierta de una barcaza, pesada de bolsas o maderas. Porque no se había animado a aceptar que la vida es otra cosa, que la vida es lo que no puede hacerse en compañía de mujeres fieles, ni hombres sensatos. Porque había cerrado los ojos y estaba entregado, como todos. Empleados, señores, jefes de las oficinas.” 

La existencia absurda. El mito de Sísifo. Banquete existencial.

“Pareces una puta vieja que recuerda su juventud, Zavalita – dijo Carlitos. En eso tampoco nos parecemos. Lo que me ocurrió de muchacho se me borró y estoy seguro que lo más importante me pasará mañana. Tú parece que hubieras dejado de vivir cuando tenías dieciocho años”

“Conversación en la Catedral” Vargas Llosa

Quizás Zavalita se jodió por pensar mucho, así las cosas, quien dedique su juventud a pensar en la lenta pérdida de la misma, estará también jodido. Aunque para conjurar esos temores sólo habría que entregarse a la estética de la  época. Pues nuestra época es estéticamente juvenil; basta mirar una foto de un siglo atrás: los niños y los jóvenes son adultos en potencia, al menos en cuanto al vestido se refiere. Hoy eso ha dado el giro contrario. La moda juvenil ha extendido sus tentáculos. Los adultos comparten con los jóvenes el look despreocupado e informal de los universitarios en los campus norteamericanos. En un mundo juvenil los superhéroes de acción han retomado su reinado. Un polo de Batman, una gorra de Superman, una mochila del Capitán América o de Hulk ya no es privativo de los niños ni de los adolescentes. Así un paseo por cualquier avenida principal de la capital puede transformarse en una convención de superhéroes.

Si antes los mayores guiaban a los menores en el descubrimiento de la ciudad, hoy son los jóvenes quienes guían a sus padres y abuelos en los meandros del universo digital. La ciudad del futuro. Los paradigmas han cambiado. La juventud es lo mainstream y hay espacio para todos. Quizás la medida de la juventud sea la pura subjetividad: quien se sienta joven lo será.

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