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LA IZQUIERDA QUE DA ASCO

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La izquierda en el Perú tiene cara de palo o, mejor dicho, no tiene cara, carece de rostro y, por lo tanto, es cualquier cosa menos “humana”. El oportunismo es su principal cualidad,  y, el engaño, su modus operandi.

Solo está feliz cuando puede ensebarse o revolcarse, como cerdo, en los votos de las mayorías a las cuales promete cualquier cosa que, obviamente, nunca va a cumplir, ni les interesa, porque para ellos, de eso se trata la política: de hablar y hablar hasta por los codos; decir cualquier cojudeza, que el papel, la lengua, los megáfonos, la radio y la televisión aguantan todo; incluso los absurdos, las medias verdades o las babosadas. Y, sobre todo, nunca hacerse responsable de sus fracasos, como de esa ideología caviar que han construido a su propia medida: o sea, “clase media”; o sea, “intelectual”; o sea, “oenegé”; o sea, “inclusiva” LGBT, feminista y/o multigénero; o sea, “decente”; o sea, bienvestida y biencomida; mientras que, en las antípodas, la realidad del país sucumbe y se desmorona bajo sus zapatos y bajo esa costra llamada “Perú”, así entre comillas o entre paréntesis.

Esta izquierda, caníbal, autófaga y aspiracional, nació muerta, se abortó a sí misma y no se permitió florecer porque pensó que el pueblo de los cerros, los suburbios y “balnearios”, las clases C,D,E-F les iban a dar el espaldarazo cuando nunca hicieron nada por ellos, más bien los relegaron y se preocuparon porque sigan sufriendo su marginación y vía crucis castigándolos con el ninguneo histórico, establecido por los ciudadanos de “primera categoría”, en consecuencia, los criollos o los españoles étnicos, los que quieren que sus calles estén limpias, no de basura, sino de cholos y negros; los que quieren las avenidas sin sucias combis y horribles taxis, pero, no para modernizar la ciudad sino para que sus autos puedan transitar libremente, al costado de sus bicicletas de carbono.

Los que sueñan con una Carta de Atenas postmoderna, a lo Le Corbusier, con casas rodhesianas o modelos Tudor, reprimiendo a los ambulantes o fulminando a La Parada, dizque para que haya “orden” y un “Parque del Migrante” cuando a un costado se levanta el cerro san Cosme y el cerro El Pino con una población de tuberculosos que llega al 50 %. Los que quieren indigestarse de cultura, cine, moda, rock y cumbia para unos cuantos, mientras que al resto solo le queda sobrevivir y completar la canasta básica familiar vendiendo caramelos o subiendo a esas sucias combis destartaladas.

Y es que esta izquierda no aprendió nada de Barrantes Lingán, el mismo que hablaba de nuestro sistema de salud y se iba a Cuba a hacerse sus chequeos médicos o el pumista “incendiario” Ricardo Letts Colmenares (hermano del finado milmillonario Bobby Letts Colmenares, y casado con la nieta del presidente Óscar R. Benavides, Margarita Benavides Matarazzo, descendiente del magnate ítalo-brasileño Francesco, conde Matarazzo), que se regodea hablando a favor de los obreros mientras a sus trabajadores les aplica la ley y les pisa el pescuezo; Saturnino Paredes acusado de traidor por sus mismas bases; Jorge del Prado y su feudo el “Partido Comunista”; o, más atrás, J.C. Mariátegui quien decía que había que “redimir al indio de su servidumbre”, y, sin embargo, en un último vídeo, recién presentado, aparece su empleada doméstica haciendo jugar a sus hijos. O la misma (todavía) alcaldesa Susana Villarán refiriéndose a las mujeres de san Juan de Lurigancho, clasista y racistamente, como “lavanderas”. O la actriz-caviar y vocera izquierdosa, Claudia Dammert, diciendo, con arcadas, que “los nuevos ricos –la clase ascendente de los conos o los esforzados provincianos– son horrorosos”. Cuando, en realidad, los que dan asco son todos estos señores, que de izquierda solo tienen el título nobiliario, la coreografía o los lemas que han aprendido escuchando añejas cancioncitas de protesta o a Mercedes Sosa y a Quilapayún a todo volumen. Felizmente, la historia los ha vuelto a revolcar y a sepultar. La sachaderecha popular, amoral  y cleptómana fungió esta vez de pala y enterrador.

Ahora tendrán que revisar a sus teóricos, volver a los libros, teniendo en cuenta que entre lo que  se piensa, se dice y se hace tiene que existir coherencia, ilación; tiene que haber concordancia entre sujeto y predicado, una regla simple del lenguaje. Y recordar, aunque sea, a vuelo de pájaro, que la izquierda hace tiempo se quitó la careta, aún antes del muro de Berlín y la caída de la URSS. Desde Trotski, a quién Lenin llamó “canalla” y “menchevique” (moderado, minoría), pasando por Dany, “el Rojo”, el otrora incendiario de Mayo del 68, hoy convertido en eurodiputado y perfectamente acomodado en el sistema que decía combatir.

O Leonardo Schneider Jordán, “El Barba”, izquierdista e ideólogo radical, que apoyaba a Allende y que entregó  a toda la cúpula del MIR para que fueran masacrados por  Pinochet. Y pocas son las luminarias que podrán servir de palanca para encauzar un neopensamiento de izquierda representativa, democrática y moderna; eso sin mirar a sus fuelles doctrinales que, poco a poco, se han ido desbarrancando y despintando hasta quedar solo el rojo de las uñas, del lápiz labial o de una lengua de trapo.

Por ejemplo, Habermas que impulsó la “neutralidad académica” y calificó al movimiento de Mayo del 68 como “fascismo de izquierda”; La Escuela de Frankfurt que se desmoronó ante el avance del nazismo y Walter Benjamin derrotado se suicidó en la frontera con España; Adorno y Horkheimer que salvaron sus pellejos y corrieron como ratas hacia Estados Unidos. Lukács que quemó sus primeras obras –quizás fue lo mejor que hizo, no olvidemos que en 1938 este redivivo personaje condenaba las obras de Brecht, Joyce, Proust y Kafka acusándolas de decadentes—. Y Engels que fue un empresario textil que no, precisamente, trataba bien a sus trabajadores. Y, en la actualidad, Slavoj Žižek que es un pobre diablo, teórico del blableblismo. Quizás, después de todo, la mejor teoría de la izquierda es la que se escribe en el día a día, en las luchas cotidianas y que nunca aspiró a convertirse en doctrina en la boca de señores feudales o “ricos con posición de clase”, ni tener líderes o representantes ni mucho menos codiciar convertirse en “cabezas de ánfora”.

Pues, desde la onceava tesis de Feuerbach (“los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo”) pasando por la revolución de Rajnesh (espontánea y libre de prejuicios), el cambio, tal y como se plantea desde los olvidados de Buñuel, no puede ser otra cosa que la acción directa e inmediata sobre una realidad de oprobio. O sea, romper los huevos, pero no literalmente como de forma cojuda hizo el “ideólogo” Melcochita para risa de los comensales. Cuando en realidad de lo que se trata de hacer es, digámoslo de una vez, ejecutar la acción directa sobre la raíz de los problemas, aún a costa de que se les tilde de antisistema o se les sepulte con algún cuco sedicioso: Ahí tienen a Cajamarca y Santos, preso, que arrasó con más del 50 % de la votación; pero nuestra izquierda está bien lejos de esta premisa y antes de hacer lo que le toca hacer, prefieren convertirse en zombis o inventarse una burbuja y ponerse un gancho en la nariz. Y así a lo único que puede aspirar es a convertirse en un cadáver y seguir penando en todos los procesos electorales acusando a sus votantes de “ignorantes”, “idiotas” o que prefieren el “roba-pero-hace-obras”, sin hacer ningún tipo de autocrítica y menos una autoevaluación de una conducta que solo se justifica frente al espejo pero que se desdice cuando es cotejada frente a la realidad. O aceptando la derrota como una cuestión mecánica y producto hipostático de la “democracia” y la muletilla  conformista: “para otra vez será”.

Y si hay algo de qué tiene que reflexionar a fondo esta izquierda ortopédica, es que el Perú ya no es caído del palto, el nuevo Perú es práctico, hacendoso, exuda pragmatismo, y quiere que lo miren y traten como igual, sin paternalismos, no como un subalterno o como un súbdito al cual se le insulta y se le latiguea en público o se le acaricia la cabeza como a una mascota, sino como un referente, como un dialogante válido.

Y exige obras tangibles, no porque le guste el cemento y los ladrillos, sino porque, considera, es la única forma de fiscalizar sus tributaciones, palpando como Pedro en las heridas de Cristo, mirando que su plata quedará, aunque sea, para que sus hijos garabateen con tiza sus sueños perdidos o el nombre de sus enamorad@s. Y, cómo no, no está dispuesto a ceder en su transporte “premoderno” –Vargas Llosa dixit–, reflejo de nuestra propia decadencia –entre los chasquis, la carreta jalada por bueyes o burros y los autos de segunda importados de Corea o de Japón–, porque algo de su pasado no está dispuesto a cambiar fácilmente, al menos no del modo en que lo planeó Susana Villarán a punta de bulldozers o palas mecánicas siguiendo los lineamientos fascistas que se aplicaron en la China actual o en las ciudades europeas del siglo XVIII y XIX, como el alcalde Haussmann, auspiciado por Napoleón, quien derrumbó medio París para poner boulevares, restaurantes y cafés con terrazas en las veredas y cuya miseria humana, repleta de desplazados que no tenían a donde ir, quedó graficada para la posteridad en un poema de Baudelaire: “Los ojos de los pobres”, tal y como comenta Marshall Berman en su Todo lo sólido se desvanece en el aire.

Ergo, esta izquierda se acabó, se hizo humo, se pulverizó, se hizo añicos y solo queda pequeñas fuerzas huérfanas y aisladas, unas de otras, que tendrán que reconstituirse y luchar –si es que ese es su deseo–, en un futuro próximo, contra el fujimontesinismo reciclado, los apristas reencauchados (el considerable millón de votos ordeñados a Lima), los «independientes», tránsfugas de sí mismos; los acciopopulistas, pepecistas, somos peruístas y demás remedos de partidos putrefactos y sicariatos organizados. E intentar un frente común desde las izquierdas atomizadas, esporuladas y polarizadas postguerra interna y de la mano con los ciudadanos de a pie que ya se cansaron de electorerismos absurdos y de farsas democráticas cuando duele la barriga y no hay pan ni circo. O quizás, la izquierda peruana está imposibilitada de integrar al mestizo, al negro y al cholo, al peruano inga o mandiga. O todo sea como decía Luis E. Valcárcel en su Tempestad en los Andes y “El indígena proletario espera su Lenin”.

 

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