«Lo importante es que se entienda», dicen quienes creen innecesario el apropiado manejo del idioma. No me es raro ya ver profesionales cursando costosas maestrías, incapaces de expresar una idea con coherencia o, peor aún -y es la mayoría de casos- saber cuándo una palabra se escribe con H, cuando se usa una V o una B, cuando una Z, cuando una C; y también veo jóvenes universitarios que han permitido que su ingenio comunicativo trastoque su lenguaje natural pasando el «xq», «+», «xvr», de los mensajes rápidos a sus expresiones habituales. Me resulta preocupante la escasez de léxico en mi generación y ni qué decir de las venideras, acostumbradas al lenguaje visual.
Hace poco hice un ejercicio con mis alumnos. Les pedi que le describieran objetos comunes a sus compañeros, como si estos nunca antes hubieran sido vistos. Era imposible desligarlos del recurso visual y su falta de vocabulario les pasó factura.
¿Qué ganamos con esto? Fue la pregunta. Les advertí que se toparían con mucha gente de mi edad que compartiría su misma interrogante.
El valor del idioma es infinito, y su cuidado, necesario. Un lenguaje homogéneo y pobre, vuelve homogéneo y pobre nuestro pensamiento, reduce nuestro nivel de comprensión e identificación con nuestro entorno, nos divide y nos vuelve manipulables. Así, noto que las personas están perdiendo la capacidad de comunicarse, de contar anécdotas, de identificar objetos, de despertar interés y empatizar con su prójimo, pero sobre todo de reflexionar en profundidad, única manera de reconocerce y llegar a conocerse, de construir su identidad. Por eso viven escapando, alejándose de sí mismos, volviéndose parte de una masa corriente que, amparada en su poder adquisitivo, llena bares, cafés y tiendas de saldo en tropelías, para evitar ese insustancial contacto consigo mismo, escaso de lenguaje, que es causa de aburrimiento y depresión.
«¿Y qué, así soy feliz pues?», será la última respuesta del afectado.
«Las personas felices no tienen historia», dice Simone de Beauvior, y es una verdad absoluta. La felicidad implica adormecer los sentimientos a cualquier costo para evitar una reflexión más amplia de la vida. El consumismo masificado nos está cegando, cada vez es más sencillo invetarnos falsas necesidades, el shopping como mecanismo antidepresivo mediático, frívolo y pernicioso. Esta ceguera colectiva, este alejamiento de las palabras nos esta convirtiendo en una sociedas amnésica, porque cuando el idioma agoniza, la memoria empieza a perderse y nuestra vida colectiva se empobrece: todo lo que fue una nación desaparece.
Felices los ricos y el gobierno de que Vallejo, Eielson, Mariátegui, Alegría, Arguedas, Scorza y otros ya no sean voces entendibles, que nuestros referentes intelectuales sean todos mequetrefes televisivos estériles, que nuestra compresión lectora sea tan pobre y que solo se escuche el crujir del chicharrón entre nuestros dientes en alguna insensata feria culinaria para que no escuchemos el verdadero crujido que está destrozando nuestra nación: la corrupción implacable, la destrucción ecológica, tala indiscrimnada, minería ilegal, mafias en los gobiernos regionales, explotación infantil, trata de menores, abusos y explotación empresarial, todo fácilmente opacable ante un llano escandalete entre alguna diva de programa concurso o un engaño cumbiambero.
Todo eso, por increíble que parezca, por no saber la diferencia entre «vez» y «ves», entre «haber» y «a ver», entre hablar y comunicarse, entre leer para entretenerse o leer para trascender.
Esta amnesia colectiva nos vuelve a poner en encrucijadas electorales nefastas. Un ladrón volverá a gobernar en el sillón edil y otros truhanes tocan la puerta de palacio, incluso la hija del hombre que no solo destruyó la ya agónica moralidad de mi nación sino que la embruteció con prensa chicha, talks shows y cómicos ambulantes, mientras el MOVADEF -o Sendero Luminoso- sigue recomponiéndose y el narcotráfico empieza a controlar al país silenciosamente.