Opinión

«La hora de la verdad», por Luis Fernando Cueto

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Empezó el zafarrancho. Los postes tambalean, la carpa se viene abajo, los cirqueros salen en desbandada y los policías y fiscales van detrás de ellos. Los periodistas están en su garbanzal, sacan fotos, toman notas, entrevistan a los payasos, y el pueblo al fin se entera que cuando necesitaba ser conducido por el mejor ciudadano, estuvo al mando de un papanatas que suplió sus incapacidades con mentiras. Un pobre chapucero que instruía a sus subalternos en cómo engañar al Congreso, a la Fiscalía, pero, cuando la verdad tomó cuerpo y estos se le torcieron, no supo taparles la boca para que no lo delaten. Y ahora todo el Perú lo sabe: en la peor circunstancia de su historia, tuvo al peor Presidente, rodeado de la peor gente.

Desde un principio, consciente de su falta de idoneidad para enfrentar la pandemia, el mandatario dio la orden de maquillar la realidad. Todo un ejército de burócratas se dedicó a controlar las cifras y manipular las estadísticas con el propósito de que nadie pudiera ver hacía dónde, con sus desatinos, empujaban al país. Ese fue el meollo de su estrategia. Y cada cierto tiempo, cuando sus errores saltaban a la vista, salía a buscar culpables. Le echaba la culpa a los otros, a los marginales, a aquellos a quienes el Estado nunca prestó atención. Se volvía loco cuando la gente, acuciada por el hambre, salía a las calles a vender sus baratijas. Y cuando la brutalidad policial causó la muerte de una docena de muchachos que se divertía en una discoteca, no supo qué hacer para dar vuelta a la tortilla; ordenó que les busquen antecedentes, que les hagan toda clase de pruebas a los cadáveres. En su mente obtusa solo afloró una idea: convertir a las víctimas en victimarios. 

Fiel a su estilo, desechó a los científicos y se rodeó de politiqueros y fanfarrones. De esa manera, cada medida que daba, era más descabellada que la anterior. Sometió a la población a una reclusión absurda, ilógica, en la que los sanos tuvieron que encerrarse, en viviendas precarias y reducidas, con los covid positivos, y el saldo fue de familias enteras arrasadas por el virus. No hubo una sola familia, un solo barrio (claro, me refiero a los de los pobres), en que no hubiera víctimas que lamentar.

Ordenó que, de todas las provincias, las pruebas sean llevadas a un laboratorio de Lima. De esa manera, los resultados, que debían de darse en 24 horas, terminaron dándose en 8 días. En ese lapso, como era de esperar, los positivos (que aún no lo sabían) contagiaban a medio mundo. El Gobierno siempre lo supo, pero nunca descentralizó las pruebas; en su afán de manipular la información, prefirió esa práctica perversa, infame, antes que salvar vidas.

Y cuando se trató de comprar los test, sus ministros de Salud y de Economía escucharon a quienes les dijeron que las pruebas chinas eran las mejores del mundo, y desecharon a los especialistas que les advirtieron que estas no servían, que eran pura engañifa. Siguieron el ejemplo de su jefe. Así hicieron negocios. Y lo que produjeron fue el infierno. Miles y miles de peruanos murieron con resultados negativos. Murieron en sus casas, en las calles, porque, como técnicamente estaban libres del covid, los hospitales se negaban a recibirlos. Y como esos muertos no eran tomados en cuenta en las estadísticas, el Presidente salía triunfante, mostraba su sonrisa macabra por televisión y decía que todo iba bien, que estábamos venciendo a la enfermedad.

Se podría argumentar que fue producto de la pandemia, que los demás países pasaron por lo mismo, pero no fue así. Eso se pudo haber evitado. Estando de por medio vidas humanas, se debió haber hecho un estricto control de calidad. Pero se prefirió el negocio, la ganancia. Esa es la única explicación para que, al mismo tiempo, sistemáticamente, el Gobierno pusiera trabas a los científicos que procuraban pruebas y vacunas nacionales. Hicieron las cosas al revés. Hicieron lo contrario, por ejemplo, que Uruguay, donde se apostó por los científicos y, antes de que llegara el virus, ya tenían una prueba propia. No tuvieron necesidad de comprar nada. El Perú sí. Pero eso no justifica que se haya comprado pruebas inservibles y desencadenado, con ello, la mortandad. Y eso no fue gratis. Para cometer tamaña barbaridad, no basta la incompetencia; se necesita también de la corrupción. Y quienes lo hicieron, tienen que acabar con sus huesos en la cárcel. 

Después vino la pitanza de los gallinazos. Los dueños de las clínicas, de las farmacias, de las plantas de oxígeno medicinal y demás mercenarios de la salud, acogotaron a la población desesperada. Un tratamiento del covid llegó a costar hasta un millón de soles (unos 300 mil dólares), una pastilla subió diez veces su precio, un balón de oxígeno que antes costaba 200 soles pasó a costar más de mil. Y todo ello con la complicidad del Gobierno. Incapaz de chocar con sus amigotes los empresarios, los funcionarios se hicieron de la vista gorda. Pero esa vuelta de ojos también tuvo un precio. Para efectos de una investigación, es preferible pensar que no fueron idiotas sino corruptos. Y que la incapacidad, la mentira y la corrupción mataron más gente que el virus.

Y luego el festín de Reactiva Perú. Una repartija inmoral, sádica, delante de los moribundos. El Gobierno regalando miles de millones de soles a sus socios los empresarios (sí, a los mismos dueños de las clínicas, las farmacias y el oxígeno que se lucraron con la pandemia), premiándoles por ser tan desalmados. Y también dándoles su alita, como se acostumbra en las mafias, a los buenos muchachos de las empresas corruptas de la construcción. Toda una orgía con el dinero de todos los peruanos, y que difícilmente será devuelto, pues el Presidente ya puso al Estado como garante. Es decir, que a la larga esa deuda será pagada por los más pobres, por aquellos que no recibieron ni un cobre, por quienes, en los distritos, en los caseríos, tuvieron que hacer colectas públicas para comprar una planta de oxígeno.

Pero todo tiene un límite, hasta la mendacidad. Y el accionar criminal, genocida del Gobierno ha sido descubierto. Los muertos empezaron a clamar dentro de sus nichos, debajo de la tierra, y los mismos delincuentes e inmorales, asfixiados por sus propias mentiras, rompieron la maraña para salir huyendo. La verdad entonces salió a la luz, y el mundo entero pudo ver el rostro horripilante, el cuerpo contrahecho de la desgracia. El Perú ha sido masacrado, arruinado, y los muertos ya deben sobrepasar los 100,000. En siete meses, ha quedado más quebrado que con la guerra con Chile, que duró cinco años. Y han fallecido más peruanos que en la guerra con Sendero Luminoso, que duró veinte. Eso no debe quedar impune. Es la impunidad, y no la delincuencia, el tobogán que conduce hacia un Estado fallido. Corresponde a los peruanos salir en auxilio del Perú. Es urgente, vital, exigir sanción para quienes condujeron al país a lo que ahora ya es inocultable: la catástrofe humanitaria.

Hace poco, Pablo Casado, líder del PP, dijo, respecto a la pandemia del covid, que solo el Perú estaba peor que España. Dijo la verdad. Pero el embajador peruano en ese país se molestó y le envió una carta manifestando su malestar. El pobre creía que aún seguía en funciones; no se dio cuenta de que el circo ya se había caído. Días después, el candidato demócrata a la presidencia de los Estados Unidos, Joe Biden, nos mostró como el país que peor ha manejado la crisis de la pandemia. Y ya nadie dijo nada. Claro, hubiera sido ridículo salir a decir lo contrario, pues ya todo el mundo estaba enterado de lo que había ocurrido en nuestro país. Por eso, ante los ojos de la comunidad internacional, el Perú debe levantase, rehacerse, nombrar una Comisión de la Verdad que haga trizas la ominosa maraña de mentiras y devele todo lo sucedido durante la pandemia. Hoy más que nunca es necesario conocer la verdad. Y que se haga justicia. Solo así nuestros muertos podrán obtener paz, y nosotros, los sobrevivientes, encaminarnos con dignidad hacia el futuro.  

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