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La Herradura: el mar muerto

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Un texto de ELOY JÁUREGUI

Ayer visité La Herradura. Un desastre. Para las memorias del verano limeño, La Herradura fue la playa que alguna vez embanderó el orgullo de la clase media capitalina y que hoy dramáticamente desapareció.

“El Chispas acercó el auto a la vereda y ellos pudieron ver, desde el asiento, los hombros y caras de las parejas que bailaban en ‘El Nacional’; oían los timbales, las maracas, la trompeta y al animador anunciando a la mejor orquesta tropical de Lima. Al callar la música, oían el mar a sus espaldas, y si se volvían, divisaban por sobre la barandilla del malecón la espuma blanca, la reventazón de las olas. Había varios automóviles estacionados frente a los restaurantes y bares de ‘La Herradura’. La noche estaba fresca, con estrellas”.

Así describe Mario Vargas Llosa una noche en La Herradura, en su novela Conversación en La Catedral. Y, como arrancando la nostalgia de ese episodio del verano limeño, diré que la playa desde los años 50 fue el vórtice de la convulsionada vida de la clase media limeña, aquella que necesitaba un espacio exclusivo que no sea ni tan popular, como Agua Dulce, ni tan fachoso, como Ancón. Al sur, recién se construía Santa María y Naplo y la hoy Asia era apenas un pantanal donde existían algunas granjas de pollos y chanchos.

OLVIDO CORROSIVO

En El Suizo pido un cóctel de fresa este mediodía y uno que otro bañista esquiva las olas entre las piedras. En La Herradura se inicia el eje de la Costa Verde limeña. Es una playa al medio del Morro Solar y apenas alcanza un poco más de 400 metros. Al llegar por una vía amplia, bordeando el océano, uno se encuentra con El Salto del Fraile –antes tenía un restaurante de relativo prestigio– y luego aparece la playa Caplina y más allá nuestra playa. Hoy existen más de una decena de restaurantes y todavía están en funciones el mítico ‘El Suizo’, el ‘Antonio’, el ‘Bahía’. Cierto, uno extraña los ocho parlantes que cubrían todo el circuito por donde uno escuchaba los viejos éxitos de Neil Sedaka y Paul Anka, además de ese gorjeo puntual y la voz que cada quince minutos transmitía la hora. Hoy, ni eso.

El sarro del olvido, no obstante, recorre los muros derruidos de lo que fue el edificio de departamentos Las Gaviotas. El malecón umbroso apenas cuenta que, en aquel tiempo, una hilera de carpas antecedía a los cien metros de arena limpia antes de llegar al mar. El breve balneario tenía una ventaja: sus restaurantes, que se alzaban pasando la pista con una variedad gastronómica de calidad, que iba desde las parrillas hasta los pescados y mariscos en todas sus expresiones. Pero, suerte de algunos que tenían auto y que llegaban al mediodía a tomarse unos jaiboles, mirando el mar, y regresaban al trabajo.

MEMORIA SOLAR

Para el limeño, solo el verano tiene memoria; el resto del año, los días pasan grises, como esos tranvías de los que hablaba el poeta Paco Bendezú. Hoy ya no está más el club Samoa ni el restaurante El Cortijo. La Herradura es su atmósfera, ese lagar de la reminiscencia. Aquí pasé mis mejores veranos y aquí jugaron mis hijos cuando niños. La playa está en el recuerdo de los cuerpos briosos de las limeñas en bikinis. Atesoro una foto, es Cuchita Salazar con amigas sobre la arena refulgente. Han pasado los años y la piel del deseo continúa.

Existe “la cosa limeña”, que tiene que ver con nuestra ciudad, su tradición, sus lenguajes y sus espacios públicos. La Herradura conserva esa esencia de una ciudad contrahecha entre los riscos de lo acaecido y la impronta de lo imprevisto. A pesar de que Lima vive de espaldas al mar, tiene sus playas memoriosas. Nuestro verano es brevísimo, por ello se le disfruta con mayor fruición y regodeo. He tomado un retrato y hoy, que comparo con las viejas fotografías de los 60, solo queda la melancolía propia de los amores perdidos.

MITO Y DESDÉN

A inicios del siglo XX, la llegada del tranvía y la construcción del túnel de La Herradura hicieron que esta playa fuera accesible. Incluso, en 1907, la empresa propietaria del Tranvía Eléctrico planificó construir casas de playa de dos pisos en la falda del cerro situado frente al mar. La vista y la ubicación eran insuperables. Pero en 1912, la compañía quebró, las casas nunca se construyeron y a La Herradura solo se podía llegar en automóvil, un vehículo que solo tenía un puñado de limeños. Pero esto no impidió que la playa se convirtiera en un lugar deseado por los limeños de entonces, y cada verano crecía la fama del lugar: “Era la primera playa de moda de la gente acomodada de Lima”, contaba el arquitecto Juan Günther.

La juventud en la otra ribera, hubiese dicho Julio Ramón Ribeyro, ha dejado su marca en el espacio más afectuoso de uno. La playa La Herradura es aquel desafío a los olvidos. Aquí está la memoria de Bryce y Toño Cisneros, de Alonso Cueto y Fernando Ampuero. Escritores que conviven entre los fastos de las leyendas. La de Rodolfo Castillo, de El Suizo, la del mítico librero Jorge Vega ‘Veguita’. Insisto en la memoria, la de haber estado aquí, con la playa enhiesta e invencible, y esa, La Herradura que se perdió vencida por el desdén.

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