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La guerra se lo ha llevado todo

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Escribe Rocío Maldonado

Pensar el conflicto armado para muchos es volver al terror, al odio, al resentimiento y la injusticia, es retroceder. Revisar un pasado que no queremos repetir. Un capítulo de nuestra historia que hay que borrar, que debemos olvidar. Yo pienso que no. El conflicto armado interno nos ha dejado a todas y todos los peruanos una huella imborrable, una herida que sangra y aún duele.

El día miércoles 15 de marzo, en el Gremio de Escritores del Perú, se presentó juntó a los colegas Dynnik Asencios, Antonio Zapata, Oscar Gilbonio y Anouk Guiné,  el Nº7 de la revista francesa EOLLE del Grupo de Investigación identidades y Culturas (GRIC) de la Universidad Le Havre Normandie, en un número especial titulado “Género y conflicto armado en el Perú” que cuenta también con los trabajos de Marta Romero, Pablo Malek, Pilar Meneses y Camille Boutron.

En este número escribí juntamente con una hermana de la vida académica (Johanna González) un trabajo sobre la participación de las mujeres en las filas de Sendero Luminoso, es un estudio comparativo con el caso de las FARC de Colombia. El análisis está hecho y sobre esto se pueden hacer las observaciones pertinentes (Aquí el link: https://gric.univ-lehavre.fr/spip.php?article232).

Ese día fue una fecha dolorosa. Nada sobre la guerra ha pasado, nada ni nadie se ha sanado, todo sigue doliendo. El objetivo de esta publicación que fue coordinada por Anouk Guiné y Maritza Felices-Luna revisa la experiencia de las mujeres senderistas, tratando de visibilizar lo complejo de ser parte de un movimiento insurrecto. Sobre todo en el caso del Perú donde esta problemática se ha abordado de la peor manera (desde mi humilde opinión). A pesar de contar con el Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003), y varios estudios sobre lo ocurrido durante esas dos décadas de guerra, no es suficiente.

Lo que sucedió hace una semana en este evento es muestra del apremio de abrir más espacios de “diálogo” desde los diversos actores. Los simpatizantes de Abimael Guzmán –eso es lo que puedo decir desde lo que manifestaron aquel día- mostraron efusiva y violentamente su necesidad de hablar, gritar, vociferar y finalmente de manifestar sus ideas, argumentos y amparos sobre el líder intocable e intachable que defienden a capa y espada. No concuerdo con ellos, sobre todo en la forma como manifiestan su postura, apabullante.

Pero no puedo negar que su posición evidencia la necesidad de ser escuchados. Por eso estratégicamente usaron este espacio para clamar grotescamente esta escasez. Han recurrido a argumentos muy clásicos de la presente realidad medieval peruana: dialéctica, ideología, reaccionario, posmoderno –línea teórica en la que orgullosamente me asumo-, imperialista, intereses ocultos, en fin; palabras que he oído desde mi paso por las asambleas de estudiantes en la Facultad de Ciencias sociales de San Marcos, hace más de 10 años. Estas palabras se volvieron acusaciones, señalamientos, que con el odio con las que fueron enunciadas podían condenarnos a dejar de ser personas y por lo tanto a no merecer ni respeto, ni escucha.

Me sentí muy afectada por la forma como se expresaron estas personas hacia los que estábamos en la mesa. Y creo que ha sido una reacción muy ingrata. La intención de todos los que estuvimos en la mesa era escucharnos, presentar nuestros trabajos que no son verdades absolutas. Son sólo nuestras miradas de lo que sucedió, aportes de nuestras investigaciones. Sin ningún interés oculto.

Mi único interés desde que puedo mirar, analizar y escribir sobre mi país, es intentar ver las cosas desde mis ojos de mujer peruana, que ha llegado a los espacios académicos fortuitamente. Soy hija de ayacuchanos, que señalaron también de terrucos sólo por haber nacido en ese rincón de los muertos, vivo en un barrio chalaco que fue invadido hace 32 años por todos nosotros. Huíamos del terror de un Estado que exterminaba sin temor, y de un grupo “revolucionario” que intentaba salvar a un país y al mismo tiempo lo linchaba a sangre fría.

Salí del Perú a los 25 años a vivir y estudiar en México y en algún momento entendí que todo lo que decía del Perú me remitía a la guerra. Y de forma imprevista llegué a atreverme a meter mis ojos y mis manos en este tema. Tuve que dar del tiempo de mis vacaciones para ir a la biblioteca y revisar lo que ya se había hecho o dicho sobre este tema, revisándolo desde mi mirada, tal vez ilegítima, insuficiente, inexperta pero mía. No hemos hecho nada fabuloso es cierto, no hemos creado la mejor investigación, pero sobre todo no hemos creado ninguna verdad.

Es sólo un intento de analizar las cosas desde otras miradas y eso aquí en el Perú medieval no tiene cabida. Los inquisidores del conocimiento nos han señalado como reaccionarios, vendidos a los intereses ocultos del conocimiento nocientífico. Porque al parecer eso es lo que ellos eran ese miércoles por la noche, fueron jueces implacables de la veracidad de lo que escribimos, pensamos, dijimos. Yo no busco verdades absolutas, por el contrario intento cuestionarlo todo, como por ejemplo: que ellos los “compañeros” eran los malos y que las Fuerzas Armadas nos salvaron del terror. La realidad no es tan sencilla, como un sí o un no, como los ganadores y los vencidos.

Hagamos el esfuerzo de vernos a nosotros mismos y al levantar la mirada poder reconocernos en ese otro que nos enseñaron a repudiar. El terruco. Que es el insurrecto, pero también es el migrante que llega a la gran ciudad buscando salvar su vida, y que hasta hoy deben de defender su identidad sobre la de aquellos que se creen con el derecho de acusar y señalar, de discriminar y de hacerles sentir inferiores, no merecedores de derechos. Eso fue lo que más me afectó de ese momento, la manera como nos señalaron, la forma de cómo frente a sus ojos perdíamos la humanidad. Ninguna posición “revolucionaria” y justa debería permitir que sus adeptos crean que tienen la potestad de aplastar ni con las palabras y menos con sus actos a otro ser humano.

Por eso todo lo que dijeron para mí no tenía valor, no porque sus argumentos fueran vacíos, sino porque la manera como usaron el lenguaje para anular al otro que en este caso fuimos nosotros los de la mesa, fue fanático y agresivo. Además de ingratos fueron injustos, porque no los ofendimos en ningún momento. La intolerancia encendió desde lo más profundo el odio y el resentimiento. Pero se olvidaron que ninguno de nosotros hemos sido culpables de lo ocurrido. Todas y todos los que estábamos ahí, todos los que sentimos al Perú como nuestra casa, sentimos el mismo dolor y la misma zozobra sobre lo ocurrido. Su dolor latente y sordo quedó en evidencia.

La guerra se ha llevado todo, nuestros ojos, nuestros oídos, a nuestros hermanos, sus voces y sus vidas. Lo que sucedió ese día me dejó paralizada algunos días, sentí todo ese resentimiento y al pasar de los días pude entender que esa necesidad de hacer oír su voz es la misma de años atrás. Y pensé en cuánto habíamos avanzado, hacia dónde íbamos, por qué no podíamos encontrar espacios para reconocer esos dolores e intentar sanarnos con palabras, con escritos, con reconocimientos y sanciones.

Me entristecí porque no hemos avanzado en nada. Seguimos instalados en el odio y el olvido. Hoy al escribir esto quiero pensar que me equivoco, que algún día podremos tener un país que escuche todas las voces hasta de los que señalan como resentidos, terrucos, cholos, serranos, esos “otros” en los que no nos reconocemos y gritan desesperados por un lugar y que además habitan en todos nosotros.

Es tiempo de mirarnos unos a los “otros” y poder superar la necedad y dialogar.

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