En una época de dictadura, barbarie e impunidad, hay quienes exigen el retorno a los días de la generación del bicentenario, pero esta generación no existió. Fue una categoría inventada por la sociología, replicada por las redes sociales y amplificada por la prensa mainstring. Se utilizó un estallido legítimo, al cual se le maquilló con un barniz épico y juvenil, convirtiéndolo en un branding, que fue utilizado por políticos, publicistas, empresarios y académicos, deseosos por capitalizar el sentir popular.
En noviembre del 2020, los científicos sociales, aprovechando una legítima protesta, perpetraron una de sus más grandes travesuras: se inventaron una generación. Ahí donde el sentido común veía un estallido multigeneracional contra un gobierno deslegitimado (jóvenes en las calles y adultos apoyando con cacerolazos, desde sus casas) ellos vieron una protesta netamente juvenil; ahí donde confluía una heterogeneidad de demandas (rechazo al abuso de los bancos, clínicas y farmacias, nueva constitución, descontento con el manejo de la pandemia) ellos vendieron una épica homogeneizadora; ahí donde las redes sociales vehicularizaron la protesta (es decir fueron un medio, no un fin) ellos vieron una inherencia tecnológica; y, por último, ahí donde el grueso de la juventud que marchó codificaba el lenguaje de influencers, tiktokers e instagrammers, ellos quisieron ver a los émulos de Haya de la Torre, Luis Alberto Sánchez o Raúl Porras Barnechea.
Según sus impulsores, esta generación estuvo conformada por jóvenes que marcaron un punto de inflexión en la ciudadanía, una masa de indignados que señaló nuevos derroteros para la política peruana devolviéndole, a un año del bicentenario, el alma a una república estragada por años de dictadura, discriminación, corrupción y pobreza.
Hay que ser claros, la realidad nos demuestra que esto no existió.
Lo que sucedió en noviembre del 2020, luego del ascenso al poder de Merino, un incivilizado que representaba a los sectores más reaccionarios y conservadores de la política, que además habían sido relegados por el voto popular, fue un estallido nacional, de carácter multigeneracional, heterogéneo y sin ninguna agenda unificadora, más allá de su única divisa: sacar al represor, echarlo de palacio.
No hubo, en lo absoluto, ninguna avanzada de jóvenes que hayan capitaneado los nuevos rumbos de la política peruana, no hubo objetivo a largo plazo, rostros visibles o líderes válidos. Fue un estallido epidérmico y sentimental, compuesto por diversas microagendas, que permancieron debilitadas ante un objetivo conservador (retorno al status quo) el cual logró su cometido y colocó un tapón (Sagasti) a las demandas de cambio y refundación nacional.
Las marchas de noviembre del 2020 se convirtieron en un movimiento contrarevolucionario para la política peruana.
¿Por qué, entonces, se creó una generación del bicentenario?
La respuesta es obvia. El fracaso de la educación pública y privada, la pauperización de la cultura en el país, la argolla de las élites y el sistema mendicante del chorreo económico destruyeron la posibilidad de renovar las fuerzas jóvenes del país. Hoy, cuando el anecdotario y el chisme se hacen pasar por clases virtuales de política; cuando la disputa bipolar de izquierdas y derechas se vende como filosofía política; cuando el izquierdismo choro, el progresismo cancelador y el liberalismo fascista son enclaves que dominan a la población; la emergencia de algún pensamiento equilibrado es nula.
Sin pensadores, sin intelectuales críticos, sin procreadores de ideas, es muy sencillo crear un mercado. La generación del bicentenario fue eso: el intento de diversos feudos políticos, económicos y sociales, por construir patriotería, reclutar partidarios y venderle teorías a una juventud esclavizada por las redes sociales.
Se trató de la domesticación del pensamiento crítico a manos de influencers culturales, la negación de cualquier germen socialmente reivindicativo y el fluir conceptual de las ciencias sociales, utilizado por la lógica siempre cambiante del mercado; la novedosa promiscuidad del concepto cayó a pelo: libros de divulgación, muestras colectivas, papers y tesis tuvieron ocupados por algunos meses a los intelectuales, que gustosos capitalizaron con el clamor popular.