Por Raúl Villavicencio
No me encuentro a favor de los programas televisivos actuales así que procuro estar lo más alejado posible de esa ventana negra, a no ser para escuchar un rato las noticias o engancharme a ver un partido de fútbol. Sin embargo, hubo un tiempo no tan lejano en donde un larguirucho y desalineado conductor me atraía con sus movimientos, como si se tratara de una serpiente flamígera agitada por el viento, que hipnotizaba a todo oyente sediento de conocimiento.
Resultaba más que irónico tener en señal abierta un programa de cultura (aunque él prefería catalogarla como de contracultura) en una producción nacional para las masas, hechas para que sean de fácil recordación o poco esfuerzo mental. Como que no cabía en la ecuación del rating.
Usando un saco un poco más grande que su delgada fisonomía, corbatas sujetadas en su cuello como de manera casi forzosa, aquel genio se encorvaba en sus hombros tomando una postura que bien muchos asociaban con la dejadez, con el aburrimiento o la resignación de estar al frente de alguien y no ser entendido. O tal vez su brillantez mental iba uno o dos segundos más adelante que el tiempo y todo lo que sucedía en ese momento le parecía irrelevante.
Destacado lingüista, sexólogo, historiador, melómano, amante del cajón peruano y la gallística, Marco Aurelio Denegri dominaba casi cualquier tema de conversación, y bien podía permanecer él solo hablando durante una hora al frente de una cámara inerte, pasando de disertar sobre lingüística a clases de sexología pura y dura, donde sin ningún rubor decía pene, vagina, o culo sin tantos aspavientos, así como de los términos coloquiales que hacen alusión de esas partes de la anatomía humana. Palabras que para un país conservador siempre fueron difíciles de escuchar.
Enemigo de la internet, curiosamente sus programas ahora vienen siendo reproducidos en diferentes plataformas para deleite de los cibernautas, los cuales pueden retroceder en el tiempo para escuchar aquellas conversaciones magníficas que sostuvo con Victoria Santa Cruz, Armando Robles Godoy, o Martha Hildebrandt.
Su legado permanece intacto por obra y gracia de la tecnología, algo que él siempre detestó, pues consideraba que no eran los medios ideales para adquirir conocimiento. Considero que solo por esa vez el maestro se equivocó.
(Columna publicada en Diario UNO)