Muchas veces nos preguntamos qué y cómo debe ser una novela para lograr ubicarse dentro de nuestro gusto y panteón personal. Algunos alegan “que” debe ser un proyecto orgánico y de estructura barroca; otros, al contrario, apuesta por un “qué” más compacto, y certero, lo que, sin duda, construye un cierto tipo de “cómo”.
En este caso, Feliciano Padilla tiene presente la fluidez que debe poseer cualquier narración, pues, ¿acaso no es también la lectura un gozo? Lo que agradecemos los lectores de El Morral Escarlata es la simpleza del argumento: la historia de un profesor estresado que conoce el amor en Europa, goza y fracasa en la aventura.
La historia es narrada desde la prisión con pluma evocativa, didáctica, rápida y fresca, lo que facilita el gozo de leer una obra de simple método, con el acertado valor de una trama anunciada. Esta prosa me recordó a una novela inédita de Óscar Málaga que leí y prologué hace años aunque lamentablemente no fue publicada. Me recordó pues la narrativa cae en la mirada de un narrador personaje al que finalmente le tenemos afecto: la historia de un ser pagando prisión por algo que jamás hizo. Esto que digo del afecto que se le siente al personaje no es una nota a pie de página sino un gran plus a la hora de leer (oír) historias de todo tipo.
El profesor Mariano Villafuerte –ya cincuentón, con dos hijas y esposa– viaja por Europa en un itinerario turístico, conociendo Francia, Roma y otros espacios populares, sin embargo, todo el viaje se enciende cuando conoce a Mar–Yam, la hermosa joven de Arabia Saudita que trabajaba en Cuba. Ella –dato curioso– lleva siempre un morral escarlata en el hombro, que cuida con recelo.
Viajar es siempre tener un contacto abierto, fresco e inmediato con la realidad. ¿Cuántos libros de viaje hay en la narrativa peruana? Me acuerdo de uno: El viaje interior (Thays) aunque no era precisamente un viaje turístico. Viajar es respirar por un instante ese gozo de encontrarse en sitio lejano, que produce un asombro de instantes, antes de ser tragado por el monótono y subrepticio movimiento de un lugar. Por algo, viajar y leer son casi sinónimos, y, el tema del viaje es parte de la literatura de todos los siglos (Los viajes de Gulliver, por ejemplo, Viaje sentimental por Francia e Italia de Sterne); sin olvidarnos de otros libros vitales sobre el viaje como En el camino de Kerouac, o, Los detectives Salvajes de R. Bolaño. Meterse a un bus o volar un avión y aterrizar en un sitio nuevo suele ser fuente de gozo y alegría. Algo de este mecanismo del que camina y observa la realidad en movimiento hay en la plasticidad de esta prosa:
“La maravillosa iluminación cubre con su magia todo París. Pasamos debajo de los famosos puentes del Sena, donde artistas de diferentes países, dan serenatas que nosotros acogemos alegres, levantando las manos y hacemos que nuestro cariño viaje hacia ellos con nuestras miradas».
Sumado al amor que siente por aquella muchacha dota a la narrativa de un pulso intenso, de un mecanismo que me recuerda a otra novela con narrador inquieto: El jugador de Fedor Dostoievski. El narrador afirma su gozo:
“Ingresé sobreexcitado a mi dormitorio por los momentos de regocijo que había vivido aquella noche. (…) Mientras me tomaba la cabeza llegó la imagen de Mar Yam, una muchacha liberal casi como todas las chicas europeas, muy comunicativa y bella. Es una muchacha cultísima y se puede platicar con ella de cualquier tema”.
Vemos que la narrativa es sencilla, directa, no se pierde en ninguna densidad ni prueba alguna pirueta que permita escarbar la mente, el interior o abrir cubistamente el mundo, bifurcada en la narrativa del viaje y del amor, dos emociones de potente calibre. Se siente la respiración y transpiración del que narra, curiosamente es un profesor que comulga con la izquierda, que aprovecha para contarnos parte de su historia personal, donde descubrimos sus dolores y adversidades:
“A Puno le debo todo, mi crecimiento como escritor, mi pertenencia a la comunidad académica, mis ideales socialistas. Ahí quedo Mar Yam. Estoy emocionado hasta las células.”
“Ser un obrero borracho no era mi meta, ni el camino correcto para cumplir con mi ideal”.
“Los sábados por la tarde nos daban nuestros sobres semanales y salíamos con casi todos los obreros a beber cerveza a diferentes bares de Surquillo”.
E incluso, en algunos instantes, la voz de su madre, en amonestaciones de conducta:
“Marianito hijito de mi corazón, no te dejes embaucar, aquí serás un vago más como tantos jovencitos que, por falta del maldito dinero, no pueden estudiar en otras ciudades”.
“Tu inteligencia necesita más horizonte, un verdadero horizonte. Tú crees que los haraganes y borrachos que hacen bulla, cantan y tocan guitarra por las noches nacieron así. No, no hijo mío. Han sido las circunstancias, la desesperación que los hundió en la nada”.
La configuración de este narrador no es espontanea sino viene de la misma corriente andina en la que se ciñe Padilla y queda dominada como un plus para entender los conflictos y sentimientos del mismo. Por otro lado, no escapa también de ser un retrato muy de nuestros tiempos. Empezando por el tema del “estrés” que lleva a Mariano al viaje que lo conducirá a la cárcel, como también se usan elementos como Youtube o Facebook. Incluso la idea misma del “turismo” es de nuestro siglo y resulta un fenómeno que nos expresa la necesidad de movernos para evitar el vacío existencial que generalmente se suma en la inactividad maquinal al que somos empujados por el flujo moderno.
Es en un mundo mecanizado como el que vivimos donde surge la necesidad del turismo, porque a diferencia del viaje, del que viaja por aventura (un Quijote, por ejemplo), el turista viaja siguiendo un plan establecido y visita un porcentaje, una tajada de la realidad; la que se ajusta a la idea que nos hacemos de cada una y permite experimentarla. La idea de vivir en carne propia ese hartazgo de lo cotidiano es parte de nuestros tiempos (y no solo desde la narrativa covid–19) donde justamente tenemos que permanecer, convivir, crecer e intentar nuestros sueños.
De fondo, El Morral Escarlata nos está contando la narrativa de fuga que muchos –envilecidos y atrapados en la realidad– desean: un viaje, un amor y la posibilidad del goce, aunque el destino final no sea precisamente feliz ni de cuentos de hadas. El deseo vehemente de aventura y erotismo se combinan en la última entrega de Feliciano Padilla dándonos un viaje por los suburbios del corazón, logrando una novela que se lee de súbito, y que yo particularmente leí como si se tratase de ver una película de Woody Allen. Hay una prosa de Padilla una limpieza, intensidad y frescura poco usuales en la densidad o marañas estéticas (o pretensiones de estilo) de las últimas entregas narrativas.