Cine

La felicidad, de Agnès Varda (1965)

Lee la crítica de la semana de Mario Castro Cobos.

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Agnès Varda me hace sentir la felicidad como un extraño (diabólico) equilibrio de fuerzas. Pinta una situación armónica, ideal, y la pone a prueba, nos muestra cómo se destruye, y nos muestra algo más, su reconstitución, parece cruel pero ‘es normal’, la familia se reconstituye; en efecto, la ecuación fría de la película (‘la vida es así’) muestra que uno de los lados del triángulo era una pieza intercambiable. O una pieza que sobraba. Ni más ni menos. Y no hay odio, deseo de hacer mal, pues ‘todo es amor’. La culpa no existe para el que no la siente.

La felicidad es danzar olvidándolos, o sin darse cuenta, sobre los cadáveres de los infelices que se quedaron regados por el camino. Sus restos, abono para frutos sabrosos. Las pasiones que nos hacen sentir más vivos pueden a su vez destruirnos. La solidez del amor está solemnemente pegada con babas. Si me solazo con la retórica. Dónde está la felicidad. Cómo la alcanzas o cómo dejas que te encuentre. Estás listo para ser feliz. Que no te importe lo que sienten los demás será una condición previa. El deseo es sociópata.

Para él nada es más fácil que ser feliz. Las ventajas del macho son evidentes en esta trama. La felicidad, una película sorprendente, me recuerda a La regla del juego, de Jean Renoir. Esa sabiduría exquisita de los franceses para mostrar con inaudita elegancia las contradicciones más salvajes. Y qué película la de Varda. Qué ritmo tan tranquilo. Qué armonía de colores. La propia película parece ser feliz. El deseo es tan egoísta -y no importa que su cara sea de lo más amable- que aterra.

Los dioses se entretienen viendo cómo tratamos de no hundirnos. O cómo nos hundimos. Hormigas en el agua. Polillas dándose contra un foco. La felicidad, o cómo no estamos preparados para ciertos encuentros o dolorosas revelaciones. La película de Varda tiene un fondo entre irónico y siniestro. -Tal vez se le pasa la mano con su falsa inocencia-. O tal vez duele eso que algún filósofo francés llamaba, para caracterizar el problema del amor, ‘la asimetría del deseo’.

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