Opinión

“La estatua de Ave César (Acuña)”, por Umberto Jara

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Todos han apuntado sus críticas al gobernador regional de Trujillo, César Acuña, por su dorada estatua que apareció en el campus de la universidad César Vallejo y desapareció a las pocas horas porque las redes sociales —esa muchedumbre de guillotinas que envidiaría la Revolución Francesa— convirtieron el homenaje en burlas y diatribas contra el homenajeado.

De tanto criticar a César Acuña, se ha olvidado el otro lado de la moneda. ¿Quiénes fueron los autores de la idea y su realización? ¿Quiénes quisieron homenajear al pequeño César de manera tan desmesurada? ¿Quiénes pudieron creer que un hombre que carga con la cruz de haber apoyado a Pedro Castillo merecía una estatua? La respuesta nos lleva a un oficio que abunda en nuestro país: el sobón. Es evidente que tamaño homenaje tuvo que ser imaginado por alguien y, por la desmesura del mismo, tiene que haber sido un buen grupo de sobones.

El sobón es un personaje que en la política peruana parece haber surgido en 1825 con el célebre discurso de José Domingo Choquehuanca: “Quiso Dios de salvajes forjar un grande imperio y creó a Manco Cápac; pecó su raza y lanzó a Pizarro. Después de tres siglos de expiación ha tenido piedad de la América, y os ha creado a vos. Sois, pues, el hombre de un designio providencial”. Eso le dijo don Choque, en voz alta y por escrito, a Simón Bolívar, el venezolano que llegó a estas tierras con los antecesores de los muchachos del Tren de Aragua que hoy, celebrando el sueño de la Patria Bolivariana, nos están agarrando a balazos.

De ese entonces data el surgimiento del sobón político. A lo largo de nuestra historia en cada gobierno han existido ejemplares en distintas variedades: serviles, aduladores, franeleros, ayayeros y otros nombres que omito porque se nombran en idioma muy castizo y usted, pícaro lector, conoce muy bien.

Si alguien se aventurase a realizar la historia de los sobones, tendría que producir más tomos que la respetable “Historia de la República del Perú” de nuestro historiador Jorge Basadre. Han existido espléndidos exponentes de ese oficio como José Rada y Gamio, ministro del presidente Leguía que un día hizo a un lado a un corcel del carruaje presidencial y se ubicó en lugar del caballo.

Pero no vayamos tan atrás. Ya que la estatua de César Acuña —dorado cobre que refulgió al sol pocas horas— ha traído al escenario la figura del sobón recordemos a algunos de estos tiempos.

En el régimen fundacional del caviarismo, quiero decir, el período del corrupto Alejandro Toledo, destacaron dos insignes exponentes del sobón. El primer ministro Carlos Ferrero, que oficiaba de traductor de un idioma que solo él conocía. Cuando Toledo decía una barbaridad, salía Ferrero a traducir la sandez proferida y nos explicaba que el beodo gobernante había dicho una sentencia aristotélica tan profunda que nuestra ignorancia no había llegado a comprender.

Ferrero tuvo, en ese gobierno, potentes competidores. Gustavo Pacheco, quien un día engoló su voz puneña y se autoproclamó “Escudero” del hoy recluido en el penal de Barbadillo. Se ganó el justo apelativo de “Chauchiller” pero aún así, día a día, tuvo que disputar el lugar de ayayero palaciego con Guillermo Gonzales Arica que venía muy bien preparado porque ya en las aulas universitarias hacía guardia en la sala de profesores a un emérito catedrático para llevarle el maletín hasta el estacionamiento. Mal no le fue: llegó a secretario presidencial y embajador en Honduras y, en ese entonces, conoció a Anel Townsend a la que inició en el servil oficio de pasar la franela.

Doña Anel cumplió la sentencia aquella de que la discípula supera al maestro. Fue una activísima (bien remunerada) ayayera de Susana Villarán y César Acuña. Se entregó tanto a su labor que sus soboneados se sonrojaban porque ni ellos mismos podían creer las virtudes que ella les endilgaba. Un día, para tranquilidad del país y pena para los humoristas, Anel Townsend se incineró defendiendo la tesis plagiada de César Acuña.

Como hoy no se lee y gritan que hay que ser breve, cerremos con dos notorios ejemplares del periodo de Pedro Castillo: Harold Forsyth y Alejandro Salas. Si se hiciera una consulta al gremio de los sobones, sin duda, ambos serían repudiados porque se puede ser sobón pero no llegar al extremo de elogiar aquello que no existe. Castillo era tan inepto que no ofrecía un mínimo argumento para sobonearlo y, sin embargo, Forsyth y Salas pretendieron fundar el elogio de la nada. Peones de la sobonería sin límites.

Es preciso hacer notar que el retiro de la estatua de César Acuña ha dado lugar a una tremenda pérdida: el beneficio que buscaban sus sobones. Todo acto de sobonería persigue un beneficio. Nadie pasa la franela gratis.

Mi colega Jaime Bedoya lo dice en adecuado tono académico: “Detrás de todo elogio escandalosamente exagerado siempre hay una ventaja personal en construcción”.

La esencia del sobón consiste en que sus actos están destinados a lograr un beneficio. Téngase en cuenta que un sobón existe porque alguien, el soboneado, necesita del elogio, de la lisonja, del aplauso, del ayayay. Son dos carencias que se buscan y se encuentran.

Finalmente, el retiro de la estatua de César Acuña, tiene un efecto económico: hay un dinero que no ingresará a la escasa economía nacional. Los sobones involucrados en levantar la estatua han perdido el beneficio que buscaban; el turismo trujillano pierde un atractivo a explotar; los pintores que día a día tenían que pasar la brocha para mantener el dorado de la estatua compitiendo con el brillo del sol, pierden ese ingreso y doña Beatriz Merino tendrá un severo descuento porque se suponía que su tarea era sobonear pero “pensando”.

Mientras se llevaban la dorada estatua, desde algún lugar del campus el eterno César Vallejo con sonrisa de sabio cholo cachaciento, habrá dicho:

Fue domingo en las claras orejas de mi burro, de mi burro peruano en el Perú (Perdonen la tristeza)

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