Opinión

La dimensión del ser humano como animal religioso

Lee la columna de Raúl Allain

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A la hora de definir la esencia del hombre, problema ampliamente debatido y de suma importancia en la Antropología Filosófica y Cultural, surgen de inmediato serias dificultades. La definición griega clásica del hombre como “Animal racional”, donde la racionalidad sería la diferencia específica de lo estrictamente humano, no compartida por el resto de los animales, parece diluirse a la luz de los últimos avances de la Etología y la Psicología Comparada, que encuentran, al menos en forma vestigial, indicios de una cierta capacidad de raciocinio en diversos mamíferos, especialmente notable en algunos Primates y Cetáceos. Este raciocinio, desde luego, alcanza un desarrollo muy inferior al humano, pero aun así no pasa de ser solamente una diferencia de grado, sin un límite preciso. Como oportunamente lo había notado Aristóteles, “Los animales difieren del hombre y éste de aquellos por meras gradaciones de más o de menos”.

Tampoco son fructíferos los intentos de la Paleoantropología por dilucidar cuándo un determinado Antropoide es Homínido, pre-Homínido o Simio. Las presuntas delimitaciones por los creacionistas “científicos” son solamente definiciones simplistas propias de quienes fuerzan los resultados objetivos de una investigación hacia una idea preconcebida: entretanto, los antropólogos verdaderamente científicos ponen a veces términos entre simios y hombres, pero haciendo la salvedad de que son arbitrarios, ya que la naturaleza se presenta ante la ciencia más o menos como un “continuum” evolutivo, al menos en este nivel fenomenológico. Es decir que los restos fósiles, por sí solos, tampoco permiten una delimitación clara y válida.

En este trabajo intentaremos demostrar, a la luz de descubrimientos y estudios en diversas ramas de la Antropología, que, sin embargo, la idea de la religiosidad en un sentido muy amplio, o, si se prefiere, la autoconciencia de la trascendencia a la “fisis” aparece como privativa de lo humano, no visible en grado alguno en ninguna otra especie animal, y podría por lo tanto ser un criterio demarcativo eficiente.

Antropología física

Desde mucho antes de Darwin, las Ciencias Biológicas han dejado bien en claro que en el orden estrictamente natural no existe ninguna diferencia importante entre el hombre y los demás animales. Su grado de distanciamiento, en la Taxonomía Zoológica, con los otros Primates, es el mismo que puede haber entre otras dos especies de un mismo género, tal como un león con un tigre, un perro con un lobo o un caballo con un burro, pero no hay ningún criterio objetivo que permita considerar al hombre como una especie distinta en alguna característica importante de los demás seres vivos.

Los restos fósiles de Homínidos que se encontraron en las primeras décadas del siglo XX, tales como el Zinjanthropus, el Pitecanthropus y algunos otros, han sido agrupados convencionalmente en el género Homo, aunque no todos en la especie Homo sapiens. Por otro lado están los auténticos Simios, como Oreopithecus o Ramapithecus de diferentes especies. Pero en los extremos más cercanos las diferencias son poco claras.

Además, el hallazgo de varias especies del género Australopithecus, algunos muy bien conservados en el caso de Lucy (Australopithecus afarensis), han dejado bien en claro que los mismos son un vínculo intermedio entre el hombre y los otros monos. Según los creacionistas, con una metodología inadecuada y sin aportar ninguna evidencia empírica, éstos no serían intermedios sino claramente monos, mientras que los Neandertales serían idénticos al hombre moderno, ya que los estudios sobre ellos se basaron en un esqueleto deformado por artrosis y no por ser primitivo. Ambas afirmaciones son totalmente erróneas.

Los Australopitecos están dotados de un cráneo muy parecido al de otros simios, con cresta sagital, maxilar robusto y diastema en los incisivos, pero su cintura pelviana, así como el fémur, tibia y huesos de los pies son más parecidos a los humanos, típicos de una postura bípeda erguida permanentemente. Es decir que sus características son verdaderamente intermedias entre monos y hombres, sin encajar claramente en ninguna de ambas categorías.

La afirmación respecto a que el hombre de Neanderthal era idéntico al actual es simplemente ridícula: además del caso citado del artrítico hay restos de unos 200 hombres, mujeres y niños, que, aunque se parecen mucho al hombre actual, guardan diferencias suficientes como para ser ubicados en, por lo menos, una subespecie bien diferenciada.

Finalmente, varios trabajos de Genética y Biología Molecular Comparada, estudiando la secuencia de los ácidos nucleicos y algunas proteínas del hombre y de los monos antropomorfos actuales, llegan a la conclusión de que el chimpancé se parece más al hombre que al orangután, el gorila o el gibón, y que su diferencia con el hombre es de apenas un uno por ciento, valor estadísticamente despreciable.

O sea que, desde el punto de vista estrictamente natural, el chimpancé estaría más relacionado con el hombre que con el resto de los Simios.

Queda claro, entonces, que desde el punto de vista estrictamente biológico el hombre es simplemente una especie más de los Primates, sin ninguna particularidad que lo diferencie esencialmente de los otros animales.

Antropología cultural y filosófica

Existiendo acuerdo generalizado acerca de la carencia de diferencias biológicas entre el hombre y los Simios, se ha tratado de buscar tales diferencias en el orden de lo cultural, donde aparentemente el desarrollo de todo lo que ampliamente incluimos dentro del término “cultura” es muy diferente. Si bien ello es cierto en cuanto al grado de desarrollo, no es tan fácil demostrar que la cultura humana, en lo esencial, sea tan distinta a la de los mamíferos superiores.

Emiliano Aguirre dice al respecto: “...en psicología y en filosofía no se ha convenido en determinar que es, en última instancia, lo que hace hombre al hombre: esto es, la propiedad íntimamente ligada con el principio no estrictamente biológico que le atribuye la metafísica tradicional. Se ha propuesto como tal lo político (Aristóteles), lo jurídico (Echarri), la capacidad de dar forma y misión instrumental a las piedras (Koths y los prehistoriadores en general), lo social (Waddington, Krustov), el paso de la actividad lítica o bien osteodontoquerática a la cultura (Tobías), la educabilidad (Haldane), lo moral (Acosta, Simpson), la mutación del sistema nervioso que permite la creación del símbolo o su manejo (White), o la que permite su transmisión, y, consiguientemente, el control del tiempo, etc. …ahora bien, la psicología racional, o antropología filosófica, tampoco ha decidido cuál es el límite inferior de actividades específicamente humanas, o cuál es la primera actividad humana, arqueológicamente determinada, que necesita un principio en discontinuidad con la evolución estrictamente biológica”.

Esta larga reflexión, hecha casi un cuarto de siglo atrás, se ha visto muy reforzada con los estudios de diversos etólogos y psicólogos de las últimas décadas. Así, es posible comprobar que los animales tienen capacidad de comunicarse por medio del lenguaje articulado, que llega a diferenciar una apreciable cantidad de vocablos en el caso de los delfines y orcas.

Pero incluso en el chimpancé y el orangután, con una vocalización más pobre, se ha logrado enseñarles a armar oraciones relativamente complejas por medio de computadoras o máquinas con botoneras o mediante gestos del rostro y las manos, con un sistema de lenguaje gestual casi idéntico al empleado por los sordo-mudos. Estas experiencias llegan a demostrar la existencia de formas rudimentarias de sociabilidad, al acompañar sus sentencias con términos equivalentes a “gracias” o “por favor”, e incluso la autoconciencia de la personalidad, al llamarse a sí mismos y a quienes los rodean con los nombres propios correspondientes.

También en los chimpancés está presente la utilización de instrumentos, y a veces complicados, así como la utilización de instrumentos para fabricar otros instrumentos, lo que implica la previsión de un futuro mediato. Un caso notable es el de los que golpeaban con palos a latas vacías de combustible para ahuyentar con el ruido a los mandriles enemigos. Otro estudio, consistente en presentar a una tribu de chimpancés un leopardo embalsamado atacando a otro chimpancé, dió como resultado que los monos agredieron al felino con palos y piedras, se daban ánimo entre ellos mediante gestos tan “humanos” como palmadas en la espalda e hicieron todo a su alcance para “rescatar” al congénere en peligro. Los macacos de Japón, por citar un ejemplo fuera de los Antropomorfos, lograron descubrir por sí solos el uso del agua de mar para salar sus comidas y luego transmitieron ese conocimiento al resto de la tribu.

De lo anterior se deriva necesariamente la presencia de un raciocinio, entendido como la potencialidad de sacar conclusiones a partir de premisas previas, el aprendizaje como modificación de una conducta, aún en contra o por encima de los instintos más fuertes, la educabilidad, sociabilidad, previsión de eventos futuros en base a la memoria de los pasados, etc. Está claro que aún estos hechos son logros apenas significativos comparados con lo que puede realizar un humano, aún un infradotado, pero las diferencias siguen estando en los grados y no en las esencias de los alcances de uno y otro.

La capacidad de trascendencia

Digamos con Blas Pascal que: “No es conveniente enseñarle al hombre su parentesco con el animal sin señalarle al mismo tiempo su grandeza”. Los mismos estudios biológicos que nos demuestran los vínculos del hombre con los animales también encuentran ya en el hombre primitivo algunos elementos no presentes en ningún animal. Algo muy importante en este sentido es el caso de los enterramientos rituales de los muertos y su culto, así como las pinturas con motivos mítico-mágicos, fenómenos que aparecen solamente como propios de humanos, desde los Neandertales y Cromagnones en adelante. Los muertos eran colocados en urnas funerarias o cámaras de piedra especialmente construidas, rodeados de comida y de utensilios personales, e incluso con ramos de flores en sus manos, como evidencia el hallazgo de inusitada abundancia de polen entre los restos.

Estos enterramientos, que son tan similares en cuanto a su finalidad con los rituales practicados por los egipcios y otras culturas con testimonio escrito, demuestran la presencia de la idea del más allá, de algo trascendente por lo menos a la naturaleza, con una clara concepción de la existencia de una prolongación en una vida espiritual luego de una muerte física.

Estos conceptos están por completo ausentes en los demás animales; en efecto, puede haber entre ellos lazos afectivos fuertes, de respeto o de cuidado a los más viejos o heridos de su comunidad, y hasta sentimientos de tristeza por la muerte de los compañeros, como lo evidencian entre otros ejemplos los conocidos cementerios de elefantes. Pero no hay ni vestigios de cuidados o culto hacia los animales ya muertos, implicando otro tipo de vida más allá de la inmanencia.

También aparece como exclusivamente humano el arte rupestre, que no es el simple hecho de pintar como actividad puramente decorativa o estética sino principalmente como una manifestación de magia o religiosidad primitiva. En efecto, las pinturas llevaban como sentido fundamental el perpetuar ideas y hacer uso de conjuros y convencionalismos mágicos para lograr de la naturaleza personificada o de las divinidades, que la representación gráfica se concretara luego en la realidad.

Así por ejemplo, las escenas de cacerías, que son las más frecuentes en las cuevas de Altamira o Lascaux, pretendían lograr que el éxito en la captura de animales útiles plasmado en la pintura se obtuviera luego en la realidad. Ninguna otra especie fuera del Homo sapiens, ni actual ni pretérita, ni el chimpancé, la más cercana actualmente, ni los Australopitecos, aparentemente sus más próximos antecesores, presentan siquiera vestigios o indicios de este tipo de actividades con tan indudable trasfondo mítico-religioso.

Conclusión

La idea de trascendencia o de religiosidad, entendida en un sentido amplio como una posición intelectual frente a lo trascendente, ya sea tanto de aceptación como de rechazo, resulta ser privativa y exclusiva de lo humano. Solamente el ser humano se plantea e interroga por lo trascendente, aun cuando sea para rechazar su existencia. Hasta el ateísmo más extremo es una posición frente al misterio de lo trascendente. No hay en el animal nada que se asemeje, ni tan siquiera remotamente, o en mucho menor grado, a las formas más primitivas de magia, superstición o esoterismo, que en cambio acompañan siempre a los restos biológicamente reconocibles sin duda como humanos, aun cuando sean primitivos.

Por ello, la citada definición del hombre como animal “racional” merecería reconsiderarse. Si se entiende la racionalidad como la capacidad del pensamiento para operar lógicamente, u obtener conclusiones nuevas a partir de datos preexistentes, obviamente habrá que admitir que, al menos en grado muy inferior, también está presente en diversos Mamíferos, y como sería de suponer, seguramente estaría mucho más desarrollada en los Homínidos y pre-Homínidos descriptos por la Paleontología. Pero sí en cambio retomamos el sentido griego original, según el cual el hombre tendría la característica de “racional” por el hecho de su participación con el “logos”, esto es, la “razón universal”, las definiciones se nos presentan de una forma bien distinta.

Desde este último punto de vista es notable la analogía existente con la idea bíblica, ampliamente explicada en San Agustín, que concibe al hombre como “imago Dei”. Precisamente en eso consiste la religión, utilizada siempre en sentido amplio, que es la “re-ligazón”, el acto de “volver a ligar” al hombre con la trascendencia, lo sobrenatural o la Divinidad, característica aparentemente única y exclusiva del ser humano con conciencia adecuada.

Resulta interesante comprobar que los estudios de las ciencias fenoménicas no pueden sino afirmar la espiritualidad del hombre, testimoniada arqueológicamente, dejando así lugar para la vieja idea de que lo que hace hombre al hombre no es otra cosa que el “pneuma” divino, el soplo de aire caliente, que se une al barro y junta así los cuatro elementos fundamentales del Cosmos: aire, fuego, tierra y agua, conformando un microcosmos. Eso sería la teofanía en él presente en una forma no igualada por ningún otro elemento natura.

Así se ratifica y adquiere coherencia la aseveración precedente de Fray Luis de Granada, en el sentido de que no existe ninguna cultura propiamente humana que no haya visto su vinculación con lo trascendente, o en la que la trascendencia no se haya manifestado de alguna manera (o, si se quiere, revelado), así como tampoco existiría la idea de lo trascendente fuera del hombre.

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