Por Roberto Ramírez Manchego
Los chilenos han rechazado dos constituciones: una Constitución de corte progresista en noviembre del 2022 y el día de ayer han rechazado otra, de tendencia ampliamente ultraderechista. De ese modo, la Constitución promulgada en la dictadura de Pinochet – y reformada en el gobierno de Lagos – sigue vigente.
Después de cuatro años de idas y venidas, los chilenos han regresado al mismo punto. Todo comenzó con los legítimos estallidos de Octubre del 2019: el aumento de cuatro centavos de dólar en las tarifas de metro provocó protestas masivas y una abusiva represión policial, que dejó muertos y heridos; lo cual desembocó en una toma de conciencia ciudadana que sacó adelante un plebiscito, aprobado con el 78%, el cual buscaba reemplazar la Constitución vigente.
Al comienzo la algarabía vino del progresismo. Con una Convención Constitucional poblada por outsiders – representaban el rechazo a la clase política – y líderes de izquierda y extrema izquierda, creían tener el partido ganado: incurrieron en la política del espectáculo, en payasadas y fanfarrias, no hicieron concesiones a sus adversarios y desconcertaron al grueso de la ciudadanía.
Desde el inicio, los representantes del progresismo se comportaron como si la Convención fuera una extensión de la calle: performances, cánticos y bufonadas generaron el rechazo de los sectores derechistas y de los sectores moderados. Luego de eso, sus discursos, trifulcas y deseos de legitimación fueron asociándolos, rápidamente, al deseo apabullante del poder, con lo cual, los ciudadanos, los fueron identificando con el comportamiento de los la politiquería tradicional.
Habían perdido frescura y novedad: eran más de lo mismo.
Y la llegada de Boric no los ayudó mucho: oponerse a Boric era oponerse a esta Convención. Además estaba el entramado del concepto plurinacional, lo cual descuadró a muchos chilenos tradicionales.
Este texto tuvo un rechazo contundente. Tenía propuestas que consagraban importantes derechos sociales, pero sus valedores no supieron moverlo adecuadamente.
Luego vino la revancha de la ultraderecha: empoderados y con el pie en alto se hicieron con un nuevo proceso en la cual plasmaron sus sueños más retrógradas: limitación de huelgas, consolidación de modelo de salud privado y rechazo a los inmigrantes fueron parte importante de su menú. También ha sido rechazada.
Con esto, la Constitución de Pinochet sigue inamovible, al menos durante el mandado de Boric.
Haciendo una comparativa con Perú –aunque confundidos y sin haber logrado nada contundente– los chilenos votan y se expresan. Aquí, para los amantes del chino y del sistema, el sólo hecho de invocar un debate por un nuevo texto constitucional es una herejía o considerado directamente un despropósito. Como si los peruanos no tuviéramos, también, el derecho a debatir y equivocarnos. O quizás no.