Opinión

La ciudad madrastra

Lee la columna de Carlos Rivera

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Llegar a Lima (esa Lima de la que alguna vez dijera Salazar Bondy, la horrible) siempre me causa una sensación de desamor. Esa conmoción que despierta esta ciudad es lo más parecido a un trato de indiferencia y que de cariño u odio para sus nativos o migrantes.

Es que hay ciudades que despiertan ternura, otras, nostalgia, alegría, ritmo que sé yo. Pero esta Lima huele —como urbe que es— a un individualismo ultra, a un pedazo de tierra sin sabor. Las gentes deambulan perdidas en sus múltiples oficios, sueños, vocaciones. Parecen ser habitada por seres fantasmagóricos salidos de alguna de Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino. No miran a nadie, andan con la cabeza firme, el corazón congelado, las manos atentas a sus bolsillos o cartera. La mirada desconfiada es lanzada sin misericordia a cualquiera, así sea a una abuelita (porque en la capital, nunca se sabe).

Lima es una ciudad que no inspira amor maternal, como los provincianos aman su Cuzco, Arequipa, Ayacucho u otro lugar. Este trato de madrastra es solo de intereses mutuos: el ciudadano que la habita hace un pacto tácito entre lo que esta ciudad ofrece y lo que este quiere de ella. Es por eso que muchos sueñan conquistar la capital sabiendo que las posibilidades son mínimas, pero se abalanzan en esta epopeya. La masa de individuos que viene se pierde en los laberintos de sus cerros o pampas desérticas, construyen casas donde no hay  siquiera proyectos de agua ni luz desafiando la más elementales normas de urbanismo. Colorida, huachafa y bullangera.

Son las constantes generaciones de provincianos que traen sus costumbres, folklore y dibujan un nuevo paisaje que se entremezcla con lo virreinal, tradicional; moderno, posmoderno y churrigueresco. La arquitectura que exhibe esta urbe es una mixtura de colores, estilos y estructuras; es como si Gaudí, Oscar Nimeyer y Andy Warhol en una pesadilla de copas la hubieran imaginado y alguien maliciosamente se robara esos bizarros planos y la construyera.

TUS LOCOS Y MIS LOCOS

Hay una singularidad de los locos de la capital: son abismalmente distintos a nuestros locos de Arequipa: sus rasgos, conductas y expresiones faciales son de una aldeana ingenuidad. Los nuestros, parecen más decentes, por así decirlo. Los locos capitalinos exhiben un rostro propio de pesadilla. He visto en La Victoria a unos niños indigentes, caminando con sus costales, comiendo desperdicios y la infancia sepultada bajo los ojos idos. He visto a un hombre que me causó un miedo tétrico: tenía un pedazo de cartulina blanca como máscara cubriéndole el rostro, sentado en la acera, levantando la cara y así “miraba” a todos los paseantes con un aire de arlequín de los submundos.

He visto también a locos comiéndose las heridas o quietos como estatuas con los ojos desorbitados perdidos en las alucinaciones que la urbe de cemento provoca. En mi Arequipa, nuestros locos no pasan de andar desnudos o hacer una que otra travesura o marchar con sus bolsas pidiendo comida o recogiéndola del suelo. Nuestros locos están contados (también desamparados) uno ya los conoce, sabemos en qué calles transitan, cuáles son sus mañas. Nuestros locos no se salen de cuadro, y cuando mueren o desaparece uno al instante como por arte de magia, aparece el relevo que ocupa la atención de los habitantes. Nuestros locos parecen peregrinos de las calles y los locos limeños, astronautas del  desamparo metafísico.

EL RUIDO

Lima es una urbe ruidosa y atosigante, no hay bus, combi o cúster que no encienda a full volumen su radio. El susurro o la modulación de la palabras en las calles no existen; casi nadie habla sosegadamente, hay que gritar porque si no los ruidos de los motores, la bulla musical, los gritos de la gente, las bocinas, el griterío de los cobradores de combi y microbuses, no permiten platicar u oír apaciblemente lo que nuestro interlocutor nos quiere decir. Entonces, uno anda con los ánimos alterados, el ruido te descompagina de las buenas intenciones que hayas tenido para iniciar tu acostumbrado ritual. Quieres pensar, pero no debes, no hay tiempo para ello.

LA BASURITA

La basura es como el barniz que decora esta ciudad, sus calles son abarrotadas con desperdicios, arrojan sin compasión al suelo todo lo que tienen entre bolsas, papeles o residuos de comida. Hay distritos en los que sus esquinas son cubiertas por montones de basura como parte del paisaje que no parecen molestar a nadie. Los cerca de 10 millones de habitantes producen 8 mil  toneladas  de basura al día  y los limeños deambulan sobre ella como si se tratara de un espectáculo habitual y común.

EL RÍO HABLADOR MUDO

Con sus 145 km de extensión, el Rímac se convierte en un río que llega desde las alturas de la sierra y le convida un poco de su vida a la capital. Rímac en su acepción quechua quiere decir hablador, pero dada la sequedad que sufre se ha quedado sin habla, es más, lo han convertido en un vertedero de residuos. Encima que le han cortado la “lengua” lo han contaminado. Pero sobre este río se ha escrito la historia de la fundación de Lima, fueron esas aguas que cautivaron los ojos de Pizarro, fueron esas aguas reservorio de lágrimas de los enamorados, ese río es la historia de Lima y como fue algún día su fuente de vitalidad, hoy parece señalar su apocalíptica sequedad.

LA CIUDAD DE LOS PENDEJOS

No hay lugar en donde las necesidades y la creatividad no vayan acompasadas día a día de las curiosidades que hacen la mayoría para sobrevivir. En una ciudad de tantas desigualdades y fastuosidades incita a que el limeño se amolde a esta urgencia de cachuelos, a esta dinámica de artilugios ante la ausencia de trabajo estable y con seguro de salud. Los llamadores de combi, los cobradores, los ambulantes en las avenidas. Los malabaristas de los semáforos, los falsos médicos, la inmensa gama de brujos, los restaurantes populares o de cualquier lugar donde te sirven menús para la gastritis con productos descompuestos, las hamburguesas de cartón, los consultorios médicos bamba que practican abortos. Es el lugar donde los congresistas se juntan a hacer sus paparruchadas, se vuelven bestias y cutreros, donde están los demás poderes del Estado. Donde los ministros rompen las reglas de tránsito, donde un maldito chofer atropella con su carro a una policía, es el lugar donde los pandilleros se posicionan en los barrios populares y se agarran a machetazos como si jugaran a la guerrita. Es la ciudad que da el floro más versátil para la sobrevivencia o el laburo. Es la Lima que pare por minuto la mayor cantidad de pendejos del país. Montesinos era arequipeño, pero muy pronto se alimeñó.

ELOGIO A LA MADRASTRA

Pero esta Lima es parte y síntesis de nuestro Perú, es la directriz política y económica del país, es la mejor  evidencia del mestizaje, la muestra eminente de los empresarios emergentes, es la ciudad donde nuestros sueños provincianos descasan para hallar rumbo y prosperidad, es la ciudad de la fe al Señor de los Milagros. Es cucufata aunque digan lo contrario sus noches, sus hostales, y esa juventud que parece ser más desgarbada. Es la Lima que primero tuvo que someter Mario Vargas Llosa para luego domar el mundo con su pluma, es la ciudad de la que nunca salió Martin Adán, pero a la que enamoró desde el ostracismo del manicomio y de algún bar donde saciaba su poética, es la ciudad que contempló a Valdelomar, la que salvó Du Petit Thouars para que los chilenos no la terminasen de destruir.

Lima es  aspiracional. Es una madrastra que de boca para fuera todos decimos detestar, pero en el fondo la queremos, deseamos estar en ella, aunque sea horrible y bullanguera “esta ciudad de los gallinazos”.

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