Por: Raúl Villavicencio H.
Cuando la filósofa alemana de origen judío Hannah Arendt escribió su libro ‘Eichmann en Jerusalén’ seguramente no llegó a imaginar el gran impacto que tendría el subtítulo de la misma, la cual abriría en los años posteriores acalorados debates sobre la responsabilidad real de aquellas mentes capaces de cometer aberraciones solamente sacadas de una historia de terror; todo ello sintiendo la menor culpa posible.
La ‘Banalidad del mal’ parte de un personaje en específico, Adold Eichmann, oficial del partido Nazi encargado de enviar a millones de judíos a los diferentes campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial.
De acuerdo a Arendt, Eichmann actuaba como un ordinario burócrata, una pieza más dentro de la maquinaria creada por Adolf Hitler; aplicado, ordenado y eficiente en las ordenes que se le daba, sean estas las de enviar a miles o millones de almas a lugares sin escapatoria.
Para la filósofa, quien también se desempeñó como reportera de la revista The New Yorker durante el juicio a Eichmann, dentro de la mente del alto oficial no existían diferencias notorias. Ella no trataba de justificar las atrocidades cometidas, sino que intentaba describir el trasfondo de los personajes, en este caso Eichmann que era dibujado como un individuo como cualquier otro que se nos cruce por nuestro camino; no era psicópata o un asesino en serie, sino un sujeto que había trastocado, de manera negativa, el imperativo categórico Kantiano. Era un sujeto que obedecía las normas sin cuestionarlas, sin preguntarse si estaban en contra de la moral, solo las cumplía.
A ello la escritora lo denominó ‘Banalidad del mal’, lo que vendría a ser cuando unos individuos, catalogados como mediocres o que no buscan o tienen la intención de trascender en la vida, actúan sin reflexionar en las consecuencias de sus actos. Ellos solo siguen órdenes.
Bajo ese supuesto, un congresista, un sujeto sin muchos brillos racionales, que apenas cuenta con secundaria completa, podría encajar perfectamente en ese perfil: un tipo incrustado dentro del sistema burocrático, que obedece a sus líderes políticos para aprobar o bloquear leyes, o que solo se mueve por intereses de terceros sin medir las consecuencias a futuro donde se perjudicaría a miles de personas, acatando ciegamente las directrices para permanecer todo lo posible dentro del poder.
(Columna publicada en el Diario Uno).