Su verdadero nombre fue Gómez Suárez de Figueroa. Hijo de una ñusta o princesa inca (nieta del navegador Túpac Yupanqui, el resplandeciente, y sobrina de Huayna Cápac) y de un conquistador español, cuyo caballo, dicen las malas lenguas, hacía temblar las tierras. Años después adoptaría el nombre de Inca Garcilaso de la Vega, como símbolo de unión entre dos mundos, dos razas, dos cosmovisiones, dos heridas que nunca terminaron por cerrarse en lo más íntimo de su ser.
Creció escuchando historias sobre los recuerdos paradisiacos del imperio incaico y viendo la fuerza majestuosa y cruel de las huestes españolas. La obvia separación de sus padres ocasionó una identificación y predilecta devoción hacia la figura paterna, por ello la adoptación de aquel nombre tan ibérico. Antes de su primer viaje a España, hizo dos acciones que representan de forma extraordinaria su propia psicología: homenajeó las momias incaicas y visitó los despojos de Francisco Pizarro.
Una vez en España, luego de ver rechazada su solicitud hacia la Corona Española por los servicios prestados por su padre en el Perú, formó su carrera militar logrando el grado de capitán participando en lo que se conoció como la Rebelión de las Alpujarras. Luego de muchos periodos bélicos y de reflexión se entregó a la religión cristiana. Nutrió su formación académica con el Humanismo preponderante de esas épocas, y se dedicó a traducir y escribir. Posteriormente aparecerían publicados “La florida del inca” (donde censura la violencia indígena e hispánica y apuesta por una reconciliación cultural) y “Los comentarios reales de los incas” (obra máxima). En la capilla de las ánimas se escribió su lápida, El Inca Garcilaso de la Vega, varón insigne, digno de perpetua memoria. Ilustre en sangre. Perito en letras. Valiente en armas. Hijo de Garcilaso de la Vega …. Actualmente sus cenizas descansan en la catedral del Cuzco.
La biografía del Inca Garcilaso de la Vega se sitúa entre el primer impacto de la conquista y la instauración terrible y dolorosa de las bases coloniales que se fueron consolidando con el correr de las décadas. Estos acontecimientos históricos, junto a un nostálgico recuerdo utópico del incanato y la atracción hacia lo que representó la introducción de una cultura europea en tierras peruanas, ocasionaron un conflicto histórico y de identidad que se vio reflejado en una escritura balbuceante y polifónica.
Según Max Hernández, autor del libro “Memoria del bien perdido”, el objetivo de la escritura del Inca Garcilaso de la Vega es la recuperación de un bien perdido, ya que toda su obra gira en torno a dos elementos: la recuperación de la identidad y la búsqueda del reconocimiento. Estas dos ideas, que a primera instancia parecen irreconciliables, resultan formando su propia mentalidad. No hay que olvidar que él es producto de un conflicto y de una lucha. Una madre que provenía de las élites incaicas y que vivía del recuerdo de un pasado brillante y glorioso. Un padre, cuyo objetivo fue oprimir las masas indígenas para implantar una nueva concepción de la vida, tanto en lo económico, en lo religioso, en lo cultural, etc. En su pensamiento no hay unidad, solo ebullición. Todo ello constituye su escritura.
Cabe resaltar que la aparición de la escritura en nuestra cultura prehispánica estuvo asociada, en primera instancia, a una naturaleza de carácter divina, a diferencia de las culturas mayas o aztecas. De esa forma, el lenguaje de los conquistadores constituyó un discurso colonial violento y represor, además de que tergiversó la historia según sus propios intereses (“la satanización de Atahualpa”). El poder europeo, según García Bedoya, impuso una nueva lógica económica de saqueo, aprovechamiento arbitrario y sin freno de los recursos naturales y la sobreexplotación de la mano de obra.
En toda su obra, según María Rostworowski, Garcilaso de la Vega ocasiona una distorsión de la realidad. Al mismo tiempo que acusa a Atahualpa de bastardo y de ser el único tirano del Incanato, emprende el proyecto humanista de embellecer el pasado Inca (rasgos renacentistas). En la segunda parte de los Comentarios Reales, hay una transformación de Atahualpa, pasa de bárbaro a ser racional. Cabe añadir que también aparece la figura de la virgen María durante la batalla entre españoles y rebeldes indígenas (Manco Inca), reconociendo al cristianismo como el camino correcto hacia la salvación. Los indios pueden convertirse al cristianismo con relativa facilidad ya que eran monoteístas.
La élite literaria peruana de finales del siglo XIX e inicios del siglo XX quiso reconstruir la imagen del Inca Garcilaso de la Vega como el primer peruano símbolo de la unidad nacional, y de reconciliación de todas las razas y cosmovisiones que giraban alrededor de nuestro país.
Según Riva Agüero, con “Los comentarios reales de los incas” se inicia el género literario de los recuerdos infantiles. Esto se debe a que esa obra tiene como punto central a los elementos autobiográficos. Para la generación del 900, Garcilaso es el símbolo de la armoniosa fusión de las razas.
Lo cual debe quedar totalmente rechazado, pues la homogeneidad representa una convergencia pacífica, armoniosa y constructiva de las dos razas y tradiciones (hispanas y quechuas), pero hay que tener en cuenta que “la colonización” fue un espacio de combate y de conflictos entre dos cosmovisiones muy distintas, ocasionando fisuras y rompimientos de identidad entre los dominados, que hasta el día de hoy lamentablemente no se ha podido superar. Si consideramos al Inca como representación de un mestizaje armónico, estaríamos de acuerdo con una visión aristocratizante. La versión que ofrece Riva Agüero, respecto al Inca es el de un discurso de homegeneidad; sin embargo, nuestra historia y nuestra literatura siguen siendo conflictivas, heterogéneas y plurales. Para este crítico la literatura peruana es castellana, provincial y española, agregando que reivindica el espíritu con que la colonia selló el carácter hispánico de nuestro país.
Cornejo Polar: El culto garcilasista se convierte entonces en la autocelebración de la aristocracia republicana, aunque para ello tenga que conceder un espacio, ciertamente secundario a la presencia indígena.
En el libro “La tiranía del Inca” (ganador del premio Copé de ensayo en el 2014) del narrador Richard Parra, se menciona que la escritura del Inca Garcilaso de la Vega es un discurso antihegemónico, además de tener rasgos de la tradición jesuita-humanista, y representar una reconciliación antagónica entre incas y españoles tiranos. La tesis que postula el libro de Parra es que Garcilaso posee un discurso de la armonía imposible, ya que se configura como afirmación y producción de la homogeneidad, pero delata en el mismo acto la impractibilidad del proyecto. Esta afirmación se opone rotundamente a los críticos que reafirmaban la homogeneidad nacional, teniendo como símbolo la figura del Inca Garcilaso.
Porras Barrenechea menciona que el Inca Garcilaso de la Vega “Nunca se llegó a sentir un hidalgo completo, ni español, ni indio, ni vecino, ni forastero”. Esta simple frase ayuda a comprender que el discurso garcilasista está plagado de múltiples escrituras, destacando la malla de referencias cruzadas que apuntan hacia el recurso de la simultaneidad de voces (polifonía) en su obra. Esta técnica consiste en la posibilidad de que se introduzca, de manera velada, en el discurso del autor un discurso ajeno sin las características que conllevan el discurso referido. Estas voces que se presentan en el mismo discurso no poseen necesariamente la misma afinidad ideológica, sino que son antagónicas. Esto es justamente lo que se percibe en su obra, perspectivas confrontadas en un mismo discurso, formando una heterogeneidad. Es importante señalar que la polifonía proviene de la tradición oral. El Inca Garcilaso de la Vega representa el paso de la oralidad a la escritura en nuestra historia.
Otro aspecto trascendental de “Los comentarios reales de los incas” es que influyo en el ánimo reivindicativo y en el carácter de las rebeliones indígenas, quienes buscaban una liberación del poder europeo y la instauración de un nacionalismo con rasgos incaicos. Esto se entrelaza con lo mencionado al inicio del texto, respecto a los rasgos étnicos y elitistas de los antepasados del Inca Garcilaso de la Vega, ya que las primeras rebeliones indígenas provinieron justamente de las élites andinas, quienes buscaban un nuevo sujeto social atado al pasado prehispánico, y cuyo discurso andino -oral- era reivindicar la dignidad del indio.
Si hay un personaje que define nuestra corroída y esquizofrénica identidad nacional, ese podría ser el Inca Garcilaso de la Vega. En su juventud fue identificándose cada vez más más con el padre, alejándose de la figura materna. Ya de adulto, redujo a su mujer como criada y a su hijo como bastardo (“Diego de Vargas”), haciendo lo mismo que hizo su padre con él.
Tal como lo dice Cornejo Polar, en Garcilaso encontramos contradicciones de personalidad: servidor fiel de su majestad, mestizo noble, mestizo simple, a veces como inca, a veces como un simple indio.
La vida de Garcilaso de la Vega es una colisión y un estallido de distintas cosmovisiones y realidades, esto le otorga elementos enriquecedores a su obra, pero por otro lado, condena al ser a transitar interminablemente sin tener un lugar fijo de permanencia, considerándose como un eterno extranjero.