Política

«La antigua costumbre de la Sra. Delta», por Umberto Jara

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La simpatía política que cada periodista televisivo quiera tener es parte de su elección personal, pero en el ámbito público existe la obligación de respetar al televidente. Cuando se prestan a fingir que están haciendo periodismo y hacen lo que hizo Mónica Delta con la entrevista al presidente Vizcarra, significa que se están mofando de quienes prendemos el televisor. Vaya uno a saber con qué criterio asumen que el ciudadano es un idiota que no se va a dar cuenta que están disfrazando un publi-reportaje con la apariencia de una entrevista.

Si tenemos en cuenta que la Sra. Delta tiene antiguas costumbres palaciegas, uno podría decir, bueno, una más y sigue sumando. Pero esta vez indigna por dos razones. La primera, porque fue complaciente y servil con el individuo que, disfrazado de Presidente de la República, ha llevado a que el país tenga la más alta tasa de MUERTOS por habitante en el mundo. Es un hecho criminal cuyos alcances judiciales habrá que revisar en el futuro porque se trata de peruanos muertos por la ineptitud y la corrupción del gobierno de Vizcarra. La actuación de la Sra. Delta demuestra que no respeta la tragedia que vive la gente modesta de este país. Es insensible al drama que ocurre y que ella misma relata cada noche en el noticiero. Solo le importa servir al gobernante de turno. ¿Por qué será tan fuerte esa vocación que ejerce desde hace 40 años?

La otra razón que genera indignación tiene que ver con el amplio sector de la prensa que eligió convertirse en oficialista. No están midiendo las consecuencias de su respaldo a la mentira y al delito y van ciegos hacia un precipicio que hoy no quieren ver. ¿Con qué los habrán cegado? Acompañar las mentiras de Vizcarra significa que han elegido dar protección a quien ha cometido, por lo menos, un delito. El periodismo denuncia delitos, no los protege. No se necesita mayores conocimientos para darse cuenta que el estatus real de Vizcarra ya no es, en términos de legitimidad, el de un Presidente de la República. Es un hombre que tiene plazo para ser procesado por la rotunda prueba de un audio —y otras evidencias que van a asomar—.

Esa es la razón por la cual el comportamiento de Vizcarra en estos días es exactamente igual al de sus cómplices hoy detenidos. Olvidemos por un instante que tiene el cargo de Presidente y reparemos en su actos. Vizcarra sabe que son cuatro los implicados, tres han sido detenidos y resta él. Por eso, el viernes dijo que las detenciones eran “un exceso de la fiscal” y que se estaban “manchando honras”. Es lo mismo que dicen todos aquellos que terminan detenidos. Después, el domingo, difundió una foto junto a su esposa en misa, sorpresivamente católico y piadoso. Es la actitud propia de un inculpado: tratar de dar la imagen de inocencia. En la noche, solicitó los servicios de la prensa y en un set de televisión, acompañado por las sonrisas complacientes de la Sra. Delta, Vizcarra se comportó como lo que es hoy: un hombre aturdido y temeroso que piensa, como todo aquel que incurre en ilícitos, que la mentira puede salvarlo. Pero la mentira no salva. Oculta momentáneamente ciertos hechos, convence temporalmente a los incautos; pero, al final, se desploma. Cuando dijo que Toledo delinquió más que él —como si la cantidad justificase un delito— recurrió al peor ejemplo: Toledo mentía como miente Vizcarra. Y terminó preso.

Este país de desconcertadas y resignadas gentes tiene hoy como Presidente apenas a un individuo que formalmente ejerce el cargo. El contenido que legitima ya no existe. En medio de una tragedia que ya tiene ochenta mil muertos y millones de desempleados, es una infamia que, además, nos endilguen un espectáculo de hora y media en el que Mónica Delta fingió ser periodista y Martín Vizcarra fingió ser presidente. Un show innoble que agravia la dignidad de los hogares que entierran a sus seres queridos y la desesperanza de millones que buscan cómo sobrevivir.

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