A los 22, Kurt Vonnegut no tenía la mínima idea de qué hacer con su vida. Acaba de llegar de Europa, sobrevivido al desalmado bombardeo en Dresden como prisionero de guerra y había logrado convencer al amor de su vida, Jane Cox, de casarse con él. Más allá de todos esos hechos esperanzadores, en la mente de Kurt no se acumulaba más que la derrota: sabía que no lograría ser un científico –sus malas notas en la universidad de Cornell se lo confirmaba-, y no le gustaba para nada la idea de convertirse en un oficinista. En un momento consideró meterse en la escuela de derecho, pero fue una idea que no duró mucho tiempo. Y sabía, sobre todo, que no sería un escritor. No era lo suficientemente bueno.
Así inicia el excelente artículo de Ginger Strand en The New Yorker, sobre cómo fue que Jane Vonnegut convirtió a su esposo en un escritor. Una historia espléndida que nos habla de la lealtad y el compromiso, las pasiones compartidas y la lucha contra la rutina y la distancia que ahora fácilmente vulnera cualquier relación. Y sobre todo cómo el amor, lejos de ser un impedimento, puede convertirse en un aliciente para convencer y empujar a una persona a echar a andar el talento que tiene dormido y que muchas veces no ve.
El artículo cuenta, entre otras cosas, la profunda relación que Kurt y Jane sostuvieron, siendo ella amiga desde el kindergarden y confidente por años hasta que abandonaran Indianánpolis para seguir, cada quien por su lado, sus estudios universitarios. Juntos soñaron con la idea de escribir. Fantasearon con irse a Europa o México para ser corresponsales de prensa, o trabajar en Hollywood como guionistas y construir sus estudios en el patio de su casa para escribir juntos sus obra maestras. Se declararon ciudadanos de una nación de dos, dividiendo al mundo en dos grupos: ellos y el resto. Ya casados, decidieron crear una nación de amor, artes, buenas costumbres y paz. Jane se encargó de redactar la constitución: “No podemos y no viviremos maniatados por una sociedad que no solo no tiene fe en aquello en que creemos, sino que injuria y condena nuestra fe cada vez que respira”.
Jane, convencida de que Kurt podía convertirse en un gran escritor, alentó sus lecturas: “Los hermanos Karamazov”, “La guerra y la paz”. “Me asusta cuando dices que voy a crear la literatura del 45 en adelante”, le escribió Kurt. Y sin embargo empezó a escribir, dos horas cada noche. Confió en Jane para que corrigiera sus textos y mejorara lo que habría que mejorar. Estaba convencido que ella era, de lejos, mejor escritora que él. Sin embargo, la fe que Jane le tenía lo desconcertaba. “Espero, y es por tu iniciativa, llegar a dar la talla”, le escribió. “Voy a trabajar como un perro para darla”. Y aunque lentamente abrazaba las ambiciones que ella tenía depositadas en él, se mantenía firme en la idea de encontrar otra profesión, ya sea en un periódico o en una empresa de publicidad, pudiendo escribir en su tiempo libre. “Me muero de miedo de ser un fiasco. De no ser condenadamente bueno en esto”, le confesó. “No quiero que tú y tus fantásticas ilusiones terminen por tierra. No quiero que estas fantásticas ilusiones tomen el lugar que tiene nuestro amor. No quiero que los éxitos se conviertan en la consumación de nuestro amor, porque de ser así, los fracasos se convertirán en su muerte”.
Pero entonces Kurt tuvo la epifanía de su primera gran novela “Matadero cinco”, y sintió que había encontrado el camino, ese que todo escritor recorre a tientas. “No lo hubiera podido hacer sin tu ayuda”, le escribió a Jane, eufórico, a finales del 45, dispuesto a empezar lo que sería su ascendente carrera como escritor. Después de unos días, ya más tranquilo: “Tu amor me ha permitido tener el coraje que de otra manera no hubiese conseguido. Me has dado el coraje para ser un escritor. Gran parte de mi vida ha sido decidida. Más allá de mi epitafio, ser escritor habrá sido mi gran objetivo personal”.
La autora cuenta que Jane lo apoyó durante los siguientes 25 años. Pero no fueron los fracasos, sino los éxitos los que echaron por tierra la nación que habían fundado. Su salida como profesor de la universidad de Iowa a mediados de los años sesenta y los exigentes retos de un hogar a punto de colapsar (la hermana de Kurt y su esposo habían muerto, y Kurt y Jane decidieron adoptar a los cuatro hijos que ellos tenían, sumándolos a los tres de su matrimonio) fueron el inicio del fin. Después de “Matadero cinco” las cosas no serían las mismas en casa. Tras las malas críticas a su siguiente novela “Desayuno de campeones”, Kurt escribió “Slapstick”, en cuyo prólogo confesó que era su hermana Alice el motivo por el que siempre escribía. Los críticos tomaron su palabra, pero sin dejar de creer que era Jane su verdadera compañera creativa. Leída como despedida en el final de un matrimonio, el colapso de cualquier nación de a dos, “Slapstick” resulta una mejor novela. El artículo concluye con la llamada que Kurt recibe de su ex esposa, cercana al final de su lucha contra el cáncer y preguntándole sobre la muerte.
A pesar de la disolución de lo durante años fue para ellos un frente de batalla contra el mundo, la historia de Kurt y Jane me deja un sabor agradable, un sabor de entereza y convicción, de sacrificio en pos de nuestras pasiones. Algo que hoy en día, en este mundo cargado de individualidad y materialismo, termina por hacernos tanta falta. El artículo de Ginger Strand se erige como una prueba de que se puede llegar lejos si los sueños se tejen juntos, y si se hace del amor un bastión contra la desesperanza. No hay mundo que pueda caernos encima, cuando estamos en el lado correcto de la vida, ese del que todos quieren escribir pero que pocos se atreven a saborear con entereza y que a menudo suelen encharcarlo en la rutina. Como leí por ahí “las mejores cosas de la vida no son cosas”. La historia de Kurt y Jane es un gran testimonio de esta idea.
“How Jane Vonnegut Made Kurt Vonnegut a Writer”, de Ginger Strand. Artículo original publicado en el New Yorker. Diciembre 2015