Cangrejo Negro / Eloy Jáuregui

Kodama / MARÍA, LLENA ERES DE GRACIA

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1.

María Kodama, la viuda de Jorge Luis Borges, llegó con paso ligero al Club Nacional en ese mediodía limeño con un sol injusto. Su traje perla implacable, sus zapatos de medio taco del mismo tono y ese cabello particularmente albo, con rayos de memoria, una memoria que la habita y se llama Borges. Era el último martes y al frente, la Plaza San Martín, la resolana, el tráfico de las bocina y un calorcito afeminado. María Kodama está serena, perfectamente serena y habla distendida a pesar que no durmió mucho en el avión que la trajo desde Nueva York esa mañana. Ya en el Country Club Lima Hotel desayunó ligero y atendió una entrevista con Marcela Robles. Luego, el viaje al Centro de Lima y esa impresión atrabiliaria: “Lima me pareció limpia y que huele bien”. Cierto, es la imagen de postal de la capital pero ese es nuestro problema.

Y llegó persiguiendo sus fotos. Ese conjunto de retratos que se tomaron con Borges por lugares remotos y sitios inimaginables para los mortales del buche y la planilla. Esa Kodama del jueves por la noche que inauguraba en la Universidad de Lima la muestra “Atlas de Borges” y sin pestañar. Y ya tiene tres días en Lima, la señora, entre entrevistas –unas desafortunadas y otras cumplidoras—y almuerzos y cenas y cuando menos se imaginaba le preguntó si no le fregaba que tanto le pregunten de Borges y no cómo se siente ella y me dice: “Mire, Borges es una galaxia. De eso me doy cuenta cada día. No se olvide que yo estuve con él desde 1975, lo acompañé en todos sus viajes  y fui una persona de alguna manera pública. Yo le leía, él me dictaba, yo le dibujaba con palabras el mundo que nos rodeaba. Espere un momento, debo admitir que, en muchos de los lugares que visitamos, la ciega era, en verdad, yo: Borges me contaba su experiencia en los países que había conocido en su juventud y a través de su cultura me revelaba los paisajes de una manera que yo jamás podría haber imaginado nunca”.

María Kodama no tiene edad y está bien. Que nació en 1945 o en 1941, como dice el acta de matrimonio con Borges, o en 1937 según las malas lenguas, no hace que uno le pregunte su edad. Ella lo sabe y sospecha que a todos nos causa sorpresa que sea argentina japonesa y alemana.  El padre, Yosaburo Kodama era japonés y no se sabe cuándo ni por qué llegó a Argentina. María dice que era químico, aunque otras fuentes afirman que trabajaba como fotógrafo. La madre, María Antonia Schweitzer, era hija de un alemán y de una española católica. Kodama, tenía 3 años cuando el matrimonio se rompió. María Kodama supo a los 5 años que Borges existía, cuando su profesora de inglés le leyó “Two English poems”. A los 12, un amigo de su padre la llevó a una conferencia de Borges. A los 16 años participó en un seminario de épica que dictaba Borges. En 1975 Kodama comenzaría a acompañar a Borges en sus viajes al exterior. Ahí empezó todo.

2.

Y Kodama es María –y lo sabe– pero Borges, es Borges y es inmenso. En el prólogo de una de sus vidas en “antologías personales”, Borges le explica al lector que en sus libros encontrará sus temas habituales: los muertos que perduran con su perplejidad metafísica, la germanística, el lenguaje, la patria y la paradójica suerte de los poetas. Que ahí también, en esa escritura, figuran sus camaradas, compinches tan contemporáneo como muertos, aquel Edgar Allan Poe, el otro Robert Louis Stevenson, ese Franz Kafka o acaso el Dante o Cervantes. Porque las obras de estos autores es el edén donde Borges plantó sus símbolos e insignias: el laberinto, el tigre, el espejo, el Dios novelista, el tiempo circular y maleable, las piezas del ajedrez y cierto, sus lápidas tan vívidas. Porque sólo a Borges y a Bioy Cáceres –que fueron avezados en la escritura negra—se les pudo ocurrir escribir el “Libro del Cielo y del Infierno” y aquel clásico para leer con los ojos cerrados: Un modelo para la muerte.

Cuando Kodama me mira parece que nos conocemos de tiempo. Y recuerda esa vez que acompañó en la segunda visita de Borges al Perú en 1978  cuando la Católica le otorgó el Doctor Honoris Causa y luego de su viaje a Machu Picchu,  y después en el 2001 cuando estuvo también en la Universidad de Lima en el marco de las conferencias “Cathedra” cuando disertó sobre “La Memoria de Borges”. Y muy serena cuenta que jamás sobreprotegió al maestro. Que por las noches le dejaba su ropa al pie de la cama, que en los hoteles durmieron siempre en habitaciones separadas, y que le explicaba dónde estaba la corbata, dónde la camisa. Aquel detalle de los viajes los hicieron dependientes. Ella dice “compinches” pero parece mentira, jamás se permitieron tutearse. ¿Y cuando se dieron cuenta que se enamoraron? Que no sabe. Que fue el tiempo silencioso y que ella no sabe exactamente cómo describir.

3.

Y acaso un hombre con ese genio nigromante –inventó mundos, seres calañudos y una literatura de augur—tuvo tiempo para existir y gastar su vejez en una agonía visual, luego la postrera ceguera, amén de su muerte clarividente en Ginebra. Ese Borges fastidiosamente erudito, que escribió sobre nublosos filósofos alemanes, aventureros con inquietudes metafísicas y temas tan “inaccesibles” como la naturaleza del tiempo o tan vetustos como el honor y el coraje. Ese viejo sutil que ahora sigue venciendo al olvido y está mucho más actual que los modernos de su tiempo, los que lo acusaron de anticuado hace medio siglo. Y ese enorme escritor se enamoró con un muchachito y aquí está su cuidadora, María Kodama, y uno dice que tuvo razón el viejo.

Mientras almorzaba –un mero rostisad0– en el restaurant de Rafael Osterling,  Kodama confesó que no cocinaba, nada, absolutamente nada. Y uno la entiende, es la viuda de Borges. Y suelta de huesos y con esa risita ingeniosa dice que duerme poco, que medita mucho  y afirma estar en paz con su conciencia. Kodama luego de su casamiento con Borges, confiesa ahora dura, que conoció la maldad, pero al mismo tiempo, un centro de equilibrio que le permite seguir trabajando por la memoria de quien fue su marido; por la memoria de quien, guste o no, quiso elegirla. Y le digo que acaso le molesta su destino y ella: “No, en absoluto. Yo creo que nunca fui adolecente y desde los quince años siempre fui adulta. Mi relación con Borges fue la de dos personas adultas aunque cronológicamente yo era una chica”.  Y luego vendría esa prensa escandalizada por ese matrimonio, que juzgó como inexplicable. Y María conoció la ira, allá en las orillas del lago Leman, en la plácida Ginebra, donde asistiría a las últimas semanas de la vida de Borges

Antes de dejarla en el aeropuerto el viernes le escuché decir el lado de Borges entrañable e íntimo, de una de las tantas veces en Francia y que lo vio desesperarse porque no podía ver la ciudad desde un promontorio. Luego en el hotel Borges le dijo que le encantaba París, sobre todo el olor de las castañas de París. Y se puso a bailar un valsecito que era una señal de cuando el viejo estaba inquieto, luego se olvidó y habló de Homero. Ya lo decía el aforista rumano E.M. Cioran, en Borges todos es transfigurado por el juego, por una danza de hallazgos fulgurantes y de sofismas deliciosos. «Es un sedentario sin patria espiritual, un aventurero inmóvil que se encuentra a gusto en varias civilizaciones y en varias literaturas, un monstruo magnífico y condenado». Y yo agrego, a vivir como una simiente de tu jardín para el cielo donde siempre las flores vigilarán tu muerte. Y bueno, gracias a María Kodama, que te vigila.

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