Nadie lloró cuando murió Tiburón. Pero cuando el simio muera, la gente va a llorar. os intelectuales van a amar a Kong; incluso los que admiran la primera versión van a adorar la nuestra. ¿Por qué? Porque no les daré una basura. No gasté dos o tres millones para un producto rápido. Gasté veinticuatro millones en mi Kong. Les voy a dar calidad. Tengo una gran historia de Amor y una gran aventura.
Dino de Laurentis, productor de King Kong, 1976
Kong es su nombre y durante la Navidad del 2005 fue el rey de la taquilla en Lima. Y King Kong en la flamante y atiborrada, desde hace cien días, Sala 1 del Cineplanet Risso, observa a Naomi Watts que en la pantalla es Ann Darrow, cogida entre sus enormes dedos digitales como yo observé a los 12 años por primera vez a mi primera mujer. Curiosidad más que tacto, perplejidad sicalíptica más que certeza científica, asombro como de hambre más que asomo como de hombre, mono.
Este clásico del cine que en su invención pública data de 1933 –hacía hambre y harta sed– gracias al sueño facturado realidad por el realizador Merian C. Cooper y su pareja cínica Ernest B. Schoedsack, como todo clásico se muerde la cola. Digo que hace un par de meses, también digirió el sabor al último espíritu navideño como le dicen. Curioso. A tiempo de revalidar lo nacional a ultranza –pisco y cebiche incluidos–, según la última encuesta del GOP de la U. de Lima, los peruanos de hogaño y de bandera prefirieron dejar el gusto tradicional del sempiterno e ítalo panetón y apostaron por un dulce mochica llamado precisamente King Kong. Vindicación de la memoria del paladar real-nativo-maravilloso. Cosa de cholos ha dicho Lorena.
Y este tercer simio en el cine de aventuras –la novela es otra cosa—regresó emulsionado casi con el elixir de Scott gracias al ingenio del director Peter Jackson, neozelandés –sajón de cojón– que ha cumplido uno los sueños de infancia, recrear en la pantalla el mito de Kong, al que le ha dado un carácter más humano –más erecto, digo yo y amén– y de mayor grandiosidad escénica gracias a los efectos espaciales que especiales que a la sazón todavía resultan torpes. El buen Peter, cierto, señores, conoce su negocio casi como un prestidigitador ahora digitalizado y llena salas de cine. Luego de su rotunda saga mastodóntica y multipremiada, la trilogía tolkiana de los anillos, esta vez resucita al popular gorila, un clásico del discurrir del cine y trabaja en el remake fiel al original de 1933, excepto en una cosa: antes los monos eran de peluche, hoy el neozelandés tuvo a su alcance toda la magia de las computadoras, esa máquina infernal que terminó por asesinar a Gutemberg y liquidar para siempre al maestro Mélies.
Ann Darrow es la Jessica Lange de 1976 esta vez. Una actriz chistosita de vodevil que malvive en la Nueva York de la Gran Depresión, y negándose a ser lomo de burdel, roba manzanas pero no entrega la pera así no más porque dizque es decente. El hambre con hombre entra, ya lo dijo Marilyn Monroe que sabía de esas cosas. Así, mientras le mete diente a un bife sangriento en un antro de la 54 con Filadelfia Street, recibe la dudosa o jugosa oferta de un desventurado pero recio cineasta, encarnado por Jack Black para embarcarse en un mugriento vapor, el S.S. Venture y rodar entre ola y ala, una película –un mundo hubiese dicho Verne– épica en una remota isla aún sin huellas en los mapas. ¿Y el mono?
Nada, que vive solo en el corazón del islote que es más que su lote, su coto y sueña en baño e’María con rubias. He aquí su tipo de apetitos a parte de la Darrow figuran a saber: Jennifer Aniston, Nicole Kidman, Gwyneth Paltrow, Charlize Theron, Scarlett Johansson, Keira Knightley, Raquel McAdams, hasta la tenista Maria Sharapova, pero detesta a Madonna por razones de tinte y le hace ascos a Julia Roberts por cuidado de sus dientes. Kong es caprichoso y bien mono. Así se hace esperar en aparecer en pantalla. Primer problema del film es su sin fin. La película dura exactamente 187 minutos. ¡Más de tres horas, vayan nalgas! Pero Jackson contó para su largo con nueve meses de rodaje en Nueva Zelanda, un presupuesto de 207 millones de dólares y llevó a cabo su deseo de situarlo en el mismo año del clásico, en 1933 y no se hace paltas con la escena de los aviones bimotores atacando al gran simio en lo alto del Empire State allá donde habían rascacielos.
En la segunda versión prácticamente el guión es bien parecido aunque el desenlace es distinto. No todas las bestias tienen el mismo principio mucho menos su fin. Para 1976, las derribadas Torres Gemelas eran los edificios más altos de Nueva York. Así, ese Kong tuvo todo el derecho de treparse a la arquitectura melliza. En la secuencia cumbre, el enorme simio brinca –cualquiera diría que juega “mundo” o rayuela– con sorprendente agilidad musulmana de un edificio al otro para huir de sus cazadores. Esta escena fue tan Al Qaeda en su momento, que el mismo cartel de propaganda se basó en ella. La batalla final no se libra contra aviones sino contra soldados con láser, lanzallamas y helicópteros de la heroica Guardia Nacional.
El glorioso Kong hizo del cine un estruendo en 1933. Dejó en silencio al pasado y a punta de gruñidos, rezongos y gases pestíferos, lo hizo sonoro con un despliegue de técnicas, efectos especiales y de ruidos que dejaron mudos a los habladores de la audiencia. Su majestad simia se convirtió automáticamente en un clásico que más de setenta años de su rodaje sigue siendo una leyenda.
Pero este Kong no es un monstruo cualquiera. Fue padrastro de Conga, otro simio misio y, abuelo de Chita, –¿mono o mona, con el bisexual Tarzán nunca se sabe?– el chimpancé más arrastrado de la selva a pasar de saltar de árbol tras árbol en la jungla virgen por obra i gracia de los erectos colonos. Este Kong es el modelo con el que se miden todas los films de monstruos gigantes con el perdón de los protectores de animales. Desde los voraces velociraptors hasta el nipón sin gracia llamado Godzilla. Kong es otra cosa a pesar de Spilberg y su Jurassic Park y la saga a su zaga.
Cinematográficamente son personajes menores, tan lejos a la criatura producto del amor de Merian C. Cooper y su equipo que, valgan verdades –y el cine no siempre las cuenta–, en blanco y negro, hace que Carl Denham funcione como cineasta que llega a la Isla Calavera, un regio rincón de la Polinesia, con rubia al hombro para filmar una nueva película de sus adefesieras colecciones de bodrios para no verlos jamás.
La suma de los efectos especiales del Kong de 1933, Grande Willis O’Brien, verdadero “autor” en sentido estricto del invento, esa stop motion en pañales que sigue ejerciendo hoy un curioso efecto de fascinación en el espectador moderno, y el genuino Sense of Wonder de la era de los pulps magazines, dieron por resultado una pieza única, un cuento de hadas moderno, repleto de cargas de profundidad inconscientes, interpretables tanto desde Freud como desde Jung [Se dice que hasta Adolf Hitler admiraba la película, en cuya iconografía veía a la mujer rubia, blanca y aria, amenazada por el monstruo de las razas inferiores, brutal y peludo… sin comentarios], y perennemente asociado a nuestros fantasmas, miedos y deseos más íntimos. Una versión pulp del tema universal de la bella y la bestia, que el Hollywood diabólicamente ingenuo sirvió en bandeja a los más selectos paladares intelectuales y artísticos de Europa.
Rabia por las rubias.
La barcaza entre la bruma, descubre en medio del mar de los fracasos un paredón por isla. Encallan mudos. Bajan bártulos y pirulos. De pronto gente extraña de ojos turbios los observan desde los riscos. Son nativos del lagar y el lugar, una tribu primitiva de pellejo oscuro que por no ser racista no revelaré su tinte. Más que fanáticos eran lunáticos por las mujeres de cabellos de sol, cuerpo lechoso y bajoventrales vellos bellos; simple, así de simple. Montoneros atacan y deciden raptar a la presa, rubia de rabia. Ann Darrow, curiosa se deja hacer y se hace llevar. Los lugareños, sumidos en la sumisión traspasan los pagos sagrados del monstruoso primate y se la ofrecen a su dios, el temible Kong incontinente; un gigantesco mono de 34 pies alto –zapatón hubieran dicho en el barrio–, quien ipso facto se enamora de ella. Otra monada. La historia de la bella y la bestia se repite no como tragedia sino, ahora como comida.
No veo aberración en la relación entre Kong y la hermosa Ann. El amor es bestial, uno y otros nos convertimos casi siempre en animales que nos regalamos por un beso. Jackson lo sabe, insinúa su opción y, de paso, diluye las objeciones que se le puedan hacer. Kong atrapa a la rubia actriz bella e inerme. La observa sin reserva, la desnuda con la mirada, la viste con los ojos. Es un bobo de campeonato. Las rubias no se enamoran de los monos. Aquí aparece la mano de Peter y ese toque de su fuerza metafórica. Eso, eso eso. La historia es así uno de los mitos más imperecederos de todos los tiempos. “El hombres no es un mono, es como un oso, mientras más feo más hermoso”. Jackson se torna poeta. La cinta ofrece dos atardeceres sublimes, sunset que le dicen. El enorme gorila que contempla en su cueva sobre las cumbres borrascosas la caída del sol junto a su presa enamorada y rubicunda en silencio. Cierto, será primate pero presagia que no tiene futuro, es el último y desesperanzado espécimen de una raza ya extinguida. Al final, bombardeado hasta por atrás, ya en el techo de Nueva York, vuelve a ver el atardecer –el último– en este mundo. La rubia le acaricia el pelaje con su manita mañosa en una de las imágenes más empalagosas por la melancolía del pobre. Ambos le dicen a la cámara en silencio, señores, es cine, es para las masas: “llora no más corazón”.
La novedades de este Kong es que no es activo, tampoco se chanta; la gringa lo seduce. Le baila una rumba, le guiña el otro ojo, le muestra el vellón –también rubio–. Sí, Jackson explicaría luego que le permitió a Ann, como estrategia de supervivencia, que coquetee con el gigantesco mono. Raro, yo era un pigmeo cuando me encontré con mi primera rubia en El Botecito. Luego también Ann se entrega como una forma del agradecimiento. De manera que cuando el filme llega a su recta final en Nueva York, Kong está templado hasta sus cachas y pone a salvo a su objeto amoroso en lo más alto del Empire State. Su enloquecido amor eclipsa incluso al amor de Ann por el otro, el guionista Jack Driscoll [el ganador del Oscar, Adrien Brody], un escritor pálido por el whisky y colorado por la vergüenza y que se ha ido apagando –a quien le importa el amor de los poetas– a medida que la película se centraba en la peripecia de la única pareja que en realidad interesa en esta historia: el mono y la gringa.
El origen de las especias
La película descubre una remota fijación de los antiguos hombres de aventuras: Marco Polo, Colón, Magallanes y cuánto vikingo o chino advenedizo que quiere engrosar la lista. El cine aportó a Ulises con el imborrable Kirk Douglas y al flojo Aquiles con Brad Pitt. También ha metido sus narices en el debate evolucionista. Desde el King Kong de Merian C. Cooper hasta las diferentes versiones de El planeta de los simios, la última de ellas [la torreja de Tim Burton], diferentes directores se han ocupado de narrar las aventuras des estos simios, que cazan, luchan, se enamoran, pero –ojo al piojo– a los que muestran con indudables apariencias de estar emparentados con la especie humana.
Toda teoría evolucionista admite la aparición de especies complejas a partir de otras más simples. ¿Clonación? ¿ADN vs. DNI? Cierto, la más conocida de estas teorías evolucionistas es la darvinista, explicita en 1859 On the Origin of Species, centradas en dos ideas principales: el hecho de la evolución y la selección natural. Es decir, el mecanismo evolutivo propuesto por el científico inglés que admite la descendencia con modificaciones. Hay otros que dan risa como Buffon [1707-1788] y su mismo abuelo, el viejo Erasmus Darwin [1731-1802] y Lamarck [1744-1829] quienes contra viento, marea y mareados, formularon la hipótesis que admitían dicho cambio de especies.
A diferencia de las obras de otros autores que se habían ocupado de estos temas y habían pasado inadvertidas, la obra de Darwin atrapó la atención de especialistas y no especialistas. El hombre es hijo de Dios y no desciende del mono, dicen todos los fundamentalistas de las 5 grandes religiones del planeta de la fe. Darwin fue conocido más no popular por la enorme cantidad de pruebas que argumentaba para defender su tesis y en que, en el fondo, lo que se dilucidaba era el origen del hombre, asunto sobre el que publicaría en 1871, The Descent of Man, and Selection in Relation to. Entonces King Kong no es hijo de Darwin, su leyenda sí y su romance con rubias, peor.
Si el científico sostiene que descendemos de los monos, que el pitecántropos erectus es nuestro inmediato antecesor, y que es la mano lo único que nos diferencia del mono, deducimos que gracias a ella –La mano que mece la cuña– el hombre descubrió dos actividades radicales: el trabajo –los que nos hace socialmente productivos—y el cine que nos convierte en seres absolutamente creativos. Así, Kong será mito con o sin cine. Kong como cualquier simio es un actor por antonomasia. A nadie se le enseña lenguajes no verbales –ciencia de los primates—y es verdad que el hombre aprendió de ellos –frente al espejo y vitrinas y escaparates—a ser cada vez más mono.
Darwin lo sospechó desde un principio y hoy en su tumba debe estar feliz con la taquilla que genera Kong. Darwin que ha dado que hablar otra vez en estos días. Que estuvo en el Perú, que huyó por el fragor de las guerritas entre Salaverry y Santa Cruz; que como publicó Julio Riverón Bazán, Charles que permaneció mes y medio en Lima en 1835. Que el país vivía los últimos días de la Confederación Peruano-Boliviana y una guerra civil de los mil diablos. “Se le recomendó no realizar viajes al interior. En ese entonces, Darwin –injusto [el añadido es mío] —se refirió a Lima como ‘una ciudad que debió ser espléndida’ pero que ahora está muy venida a menos, ‘cargada de malos olores’. Así mismo, hizo referencia al rocío peruano, esa no lluvia, conocida como garúa’ y mencionó en su diario que ‘ningún Estado de Sudamérica ha sido castigado por la anarquía como el Perú; desde la declaración de su independencia quien asume el poder es inmediatamente atacado por los que perdieron…’. Por último, Darwin exploró detalladamente la isla de San Lorenzo y mencionó a Humboldt y a Jacobo Von Tsuchundi”. Viejos pescadores descendientes de otros en La Punta aseguran que Darwin e hizo mar adentro con un mono sobre sus hombros. Sospecho que era el joven King Kong.
Mono surrealista
El King Kong de Merian C. Cooper fue una obra de culto para los surrealistas franceses y los amantes del fantastique. Durante los años 60, el gran crítico Ado Kyrou, lo reconoció como una obra maestra del surrealismo avant la lettre, y personajes como Breton, Caillois o Cocteau, fueron rendidos admiradores del gigantesco simio enamorado. Pero, por desgracia, King Kong también fue un éxito comercial inesperado, que salvó a la RKO de la catástrofe que la amenazaba en plena Depresión, convirtiéndose, en cierto modo, en una franquicia que tuvo tanto secuelas directas, como El hijo de Kong, como imitaciones, parodias y, a lo largo de las décadas, crossovers, como dicen los freaks.
Ajeno, señores y señoras y me duele en el alma es el remake, tan torpe como camp, de esa producción ¿película? de Dino De Laurentis en los años setenta, en plena fiebre del cine catástrofe, que tuvo un solo acierto: aquel de transformar a la joven Jessica Lange en mito erótico de toda una generación. Ese erotismo ingenuo y perverso al tiempo, el encantamiento onírico y el romanticismo naïve. La cinta de Jackson es distinta y más fiel con la primera versión que mono amaestrado. Poco antes de su muerte, la mítica Fay Wray, la bella protagonista del original, se encontraba en tratos con Jackson para interpretar un pequeño papel en su versión. Quería que fuera ella quien dijera esa inolvidable frase que cierra la romántica tragedia del gorila enamorado: “No fueron los aeroplanos. Fue la bella quien mató a la bestia”.
Desdichadamente, la anciana actriz falleció antes de que llegara a iniciarse el rodaje, no obstante, hay una escena en la que Naomi Watts, quien encarna su personaje, viste un sombrero idéntico al que llevaba Fay Wray en 1933. El detalle más obvio que demuestra este extremo cariño y respeto de Jackson por sus fuentes es el hecho, desde luego, de que haya situado la acción no en la actualidad –craso error habitual sin creso de todos los imitadores– sino en el propio año del estreno del filme de Cooper, manteniendo así la atmósfera pulp y aventurera de su época. Así, las intenciones de Peter Jackson no sean buenas, son las propias de un verdadero fan, de un incombustible amante del cine fantástico. Pero quizá su problema sea que lo ama, a diferencia de los surrealistas, por su brillante superficie, por su armazón exterior, y no por su turbio y oscuro interior.
Otra cosa. Los pueblos mal llamados primitivos –hay que volver al maestro Hegel–, los que adoraban a King Kong en las profundidades de la jungla de su isla perdida, ofreciéndole carne blanca, muy tierna –porque después de los 40 envejece con prontitud y logran administrar miles de pecas– pues no eran tontos. Para su rey les escogían turistas como las de la series de E!, bellas extranjeras rubias hasta sus forros y solo para aplacar su ira, su apetito y su ternura. Ellos, nada salvajes creían y creen si todavía quedan, que la fotografía roba el alma de la modelo, que las cámaras digitales despoja el espíritu de la top models y que el celular con lente fotográfico hurta para siempre la lozanía de las pieles blancas y los cabellos rubios –con o sin Koleston–. Por eso aquel trabajo se lo dejan a Kong, un simio divino, adivinado sólo en el vino de su autor.
Mono a mano hemos quedado
Telón como colofón. Curiosidad de Diego más que de Rodrigo y Alonso, mis hijos infantes, allá en la cantina del letrado Ricardo Bruno en los altos pagos de Surquillo hace casi 20 años cuando descubrieron la paja en el ojo ajeno. Digo, el Dr. Bruno mantenía encadenado en su antro a un pequeño simio como mascota que apodaba curiosamente King Kong III. Mis aún inocentes hijos a quien yo trataba con mano dura, no obstante, sorprendieron al primate que no paraba de masturbarse las 25 horas del día. « ¿Qué hace el mono?», preguntó Dieguito. «Hace calor», respondí enérgico y sofocado. El simio tenía fuego. Su sexualidad era su habilidad. Su extremidad superior era su extrema arrechura interior. El mono amaba su mano en celo imaginando tremendos mandobles con cualquier ser cercano que huela a hembra. Sin vergüenza, hacía del sexo su seso. Mis hijos desde esa vez no fueron iguales, aquel Kong precoz les enseñó una facultad: esa intensa, rabiosa y profunda debilidad por las rubias, como su madrastra.