Por Raúl Villavicencio
Hace miles de años, antes de la civilización, los seres humanos resolvían sus discrepancias amparados en la ley del más fuerte, es decir, a punta de patadas, golpes y puñetes, donde muchas veces se daba fin a la vida del adversario. Así eran las cosas hace milenios y era algo normalizado en los insípidos grupos humanos.
Posteriormente, con el pasar de los siglos, las sociedades más desarrolladas colocaron a un tercero quien fungía de árbitro para que este tenga la última palabra ante las disputas. Se le pudo llamar anciano, chamán, o consejero; el hecho es que esa persona buscaba que la sangre no llegue al río. Los pobladores vieron positiva esa manera de poner fin a los conflictos ya que veían una consecuencia directa para lo realizado, imponiendo una sanción moral o física al responsable.
Las personas adoptaron esa resolución de conflictos, y ya en las civilizaciones propiamente dichas hicieron su aparición los jueces, tribunos y fiscales, quienes ya veían la defensa y acusación de los habitantes.
En la actualidad, todos sabemos de la existencia de una Policía y un Poder Judicial, los cuales se abocan de manera un poco más complejizada a lo que se venía practicando hace miles de años: impartir justicia y que las personas no lleguen a matarse. Sin embargo, algo se resquebrajó en ese sistema hace ya buen tiempo. Los que se suponen metían a prisión a los delincuentes no lo hacen, y los que determinaban su culpabilidad se hacen de la vista gorda.
Las ciudades crecieron y hacer seguimiento a cientos de casos muchas veces resultan engorrosos y lentos, propiciando que una persona llegue a esperar sentado muchos años para ver si se hace justicia. Es por ello que en las noticias se dan situaciones en donde los propios vecinos, cansados de la ausencia del Estado, han decidido hacer justicia con sus propias manos, arrinconando a los extorsionadores o, peor aún, acabando con la vida de ellos como se solía hacer cientos de años atrás.
La situación se viene replicando en otras partes del país; poblados remotos o ciudades alejadas de la capital, donde el primero que da el golpe resulta ser el vencedor. Estamos retornando, señoras y señores, a la edad de piedra.
(Columna publicada en Diario UNO)