Antes de Navidad, recordamos a Julia en La Tertulia Ambulante. Cómo llegaba cada cierto tiempo a Colonia y alborotaba el ambiente con su energía y su gran sonrisa. La última vez que vino fue en la primavera del 2022, y participó, con Walter Lingán y quien esto escribe, en un conversatorio sobre migración y literatura. Y como ella poseía el don de la amistad, los numerosos amigos que tenía en la ciudad llegaron a escucharla.
Julia habló de sus días en Chepén, de aquel microcosmos del mundo que se había gestado en ese pueblo del norte del Perú; ahí estaban los chinos, los japones y extranjeros de otras procedencias en plena interacción con los lugareños. Y mientras la escuchaba, se me vino a la mente algunos pasajes de su novela Bocetos para un cuadro de familia. También de La vida a plazos de Jacobo Lernen, esa historia sobre las peripecias de los judíos en Chepén que escribió Isaac Goldemberg. Ella también contó cómo se alejó de esa pequeña patria de su infancia. Su padre, un migrante chino, se separó de su madre, una dama tusán, y Julia, todavía adolescente, tuvo que marchar con el primero hacia Macao. Ahí empezó su tránsito por países de Asia, América y Europa; a viajar y escribir. Un peregrinar que se había hecho costumbre y le había enseñado a no sentirse extranjera en ninguna parte del mundo.
Cuando terminó de exponer, alguien en el público le comentó que ella no parecía peruana, y Julia, muy tranquila, le replicó que sí lo era, que su apariencia correspondía precisamente al ser peruano actual, pues este había superado el encasillamiento de indígena, blanco, o mestizo de la unión de ambos —paradigmas heredados de la Colonia—, y ahora, gracias a las migraciones, era el resultado de la fusión de todos aquellos con los llegados de diferentes partes del planeta, un cóctel de razas y culturas. Y ella afirmó que en su familia había de todo, incluso algo de sangre afro. Y eso era su riqueza y su orgullo.
Al día siguiente, nos encontramos en un restaurant español de la Severinstrasse. Ahí almorzamos y continuamos la charla. Teníamos amigos en común, unos pocos de la literatura y más de la vida. Ella había viajado algunas veces a Chimbote, mi tierra, a visitar a unos primos en las vacaciones escolares, y había conocido a personas que yo también conocía. Y yo había ido a Lurifico, Pacanga, Talambo y otros lugares que ella evocaba en sus poemas, y conocido en todos ellos a algunas personas. Y lógicamente, nuestras conversaciones eran un ejercicio de la memoria. De inicio, Julia me preguntó, con nombres y apellidos, por chicos y chicas que sus primos le habían presentado hacía más de cuarenta años, y a quienes yo apenas recordaba.
Su memoria era prodigiosa. Me contó que, cuando llegó a Macao, se refugió en la lectura de Pessoa para aliviar la soledad. Y llegó a aprenderse, al dedillo, los más de setenta heterónimos que este había usado (yo a las justas me sé cuatro o cinco). Producto de su profundo conocimiento del escritor lusitano, es su libro Pessoa por Wong. Gracias a esa memoria, ella hablaba, aparte del castellano, inglés, chino, portugués y alemán. Pero tenía un cariño especial por el alemán. Era el idioma de su juventud, de los días en que estudió Romanística en la Universidad de Stuttgart y luego Filosofía en la de Friburgo. Y se había hecho la idea de que, por el idioma, por el hecho de colocar los verbos al final de la oración, los alemanes pensaban más lo que tenía que decir, eran más reflexivos y orientados a filosofar. En cambio, los latinos son más ligeros a la hora de hablar, no se miden. Será por eso, bromeó, que a los peruanos nos gusta tanto el “maleteo”, ese deporte nacional de rajar del prójimo.
Después del almuerzo, Julia quiso estirar las piernas. Pero, como tenía unos botines algo incómodos, nos fuimos a una tienda de Chlodwigplatz, y ella se compró unas zapatillas livianas. Luego recorrimos toda la avenida, llegamos al puente Severinsbrücke y bajamos al Rin. Caminamos casi un kilómetro por la ribera, y, en un momento, recordamos las veces que nos habíamos encontrado en distintas ciudades; en Bogotá, en Santiago, en México, en Barcelona, y ella dijo, en broma, que uno de los dos perseguía al otro. Dimos media vuelta, y nos dirigimos a Deutz porque ella debía tomar el tren para visitar a unos amigos. Y mientras cruzábamos el puente, me contó, de lo más calmada, que el cangrejo (así dijo) había reaparecido. Me dejó frío, me sentí culpable de haberle permitido caminar tanto. ¿Y qué vas hacer?, le pregunté. Voy a ir a Perú a darle batalla, me contestó; y esta vez lo voy a vencer definitivamente.
Nos despedimos en la estación de Deutzerfreiheit. Quedamos en volver a vernos más adelante, en cualquier parte. Puede ser mañana o dentro de unos años, es solo cuestión de tiempo. Aunque a veces, cuando paso con el tren, volteó la mirada hacia las bancas. Quién sabe, con lo andariega que es, se le ocurre volver a Colonia, quizá ya no con sus zapatillas livianas, pero sí, de hecho, con su gran sonrisa.