Libertad bajo Palabra / Percy Vilchez Salvatierra

Juan Ojeda, un camino a la inmensidad

Una mirada a la vida y obra del poeta chimbotano.

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Cuando murió Platón se buscó entre sus discípulos a un sucesor para que dirigiera la Academia y el elegido no fue Aristóteles sino Espeusipo porque que, si solo se deja a los villanos el establecimiento del crédito intelectual, solo prevalecerán los mediocres.

Con Juan Ojeda pasa algo similar a tal punto que el solo hecho de poner su nombre sobre la mesa de debate de la literatura peruana es razón suficiente para destruir el frágil canon en boga desde los años sesenta.

La envidia o desidia del medio que no lo ensalza se debe a que su obra enrostra la mediocridad de sus “pares” ya que pertenece a la estirpe de los poetas visionarios, la última reserva y el punto más alto de todas las tradiciones poéticas existentes, algo a lo que muy pocos pueden acceder salvo que sean auténticos profetas o videntes.

La desgracia de Ojeda es que pertenece a esta encumbrada cofradía en un mundo en el que los dioses han perdido todo, hasta el alcance de sus antiguas voces. Ergo, es el poeta de la clarividencia infernal, de la desolación y la lucidez del abismo. Por ello dedicó varias líneas a Scardanelli, el alter ego de Holderlin que conoció la tragedia de haber andado como un dios sobre la Tierra y, luego, supo lo que es la pérdida de la razón y ser objeto del escarnio de cualquier tipejo.

Quizás por esta profundidad raigal, la línea de Juan Ojeda tiene muy pocos cultores en la poesía peruana, afecta, en gran medida, a preciosismos y eufemismos, a muestras de belleza fría y estática, a una tendencia ilimitada a la ruptura y la vanguardia pero, al mismo tiempo, a un conservadurismo y una falta de ambición tremenda.

Esta no es una estela trazada únicamente por el artífice de “Elogio de los Navegantes” pues tiene una raigambre muy antigua en diversas tradiciones poéticas, pero, al menos, en nuestra tradición, el aeda porteño llevó hasta el último extremo la capacidad de relatar sueños y pesadillas en el tono adecuado a un desplazamiento permanente por las zonas más solitarias y oscuras de la existencia dentro de la devastadora dinámica de una inmensa ambición insatisfecha. En fin, la navegación plena en el océano de la vida misma cifrada en el desamparo y la muerte que es el trasfondo final de su propuesta poética en la que no hay ni un solo quejido como en Vallejo sino una entereza implacable y un modo de ser digno de un gran señor, aunque el propio Juan era poco más que un paria.

Ha corrido con una suerte tan perversa que no publican sus poemas en webs nacionales ni extranjeras que, sin embargo, llenan sus espacios de minucias e inepcias verbales sin límite. CASLIT, desde luego, no le dedica ni una exposición, etc.

El camino de Juan Ojeda, pese a todos, es aún un camino hacia los predios de la poesía absoluta y, por ello, recibe muy pocos peregrinos pues está lleno de peligros como la vida, la sabiduría, la poesía y la muerte.

Pese a ser una ruta ambiciosa, profunda y desmesurada le hace falta la potencia de la luz para ser redonda. Eso no es un demérito sustancial sino la constatación de que Ojeda no es Dante y ese es el mayor elogio que se le puede hacer a un poeta.

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