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Jonás NO estuvo aquí

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Foto: El Comercio.

La contundente y al principio silenciosa “limpieza” de paredes en el Centro de Lima -que hasta hoy ha conllevado a la desaparición de una veintena de murales de arte urbano o callejero, con un Castañeda liderando una especie de Guerra Santa-, me hace pensar en algunos líderes de la política mundial, sobre todo en tiempos de la Guerra Fría, quienes una vez caídos en desgracia, fueron borrados sin más de las fotos oficiales mucho antes de que existiera el photoshop. También en aquella alucinante frase del nazi Hermann Göring, lugarteniente de Hitler: “Cuando escucho la palabra cultura, saco mi pistola Browning”.

Más que empezar desde foja cero, con el acostumbrado adanismo que caracteriza a nuestros políticos, creo que ello se debe al temor de que la expresión individual se destaque frente a la inexpresividad y al mutismo propio del accionar público, el cual busca, por mezquinas y calculadas razones, no solo homogeneizar todos los aspectos de la vida cotidiana, sino también aniquilar cualquier intento que hagan los gobernados para darles un matiz, un color diferente a sus respectivas existencias.

Borrar murales entre gallos y medianoche es un acto tan inútil como revelador. Es como si se tratara de eliminar de nuestras mentes el graffito que Jonás bien podría haber escrito en el interior de la ballena bíblica: “Jonás estuvo aquí”, es decir, negar de un brochazo el hecho de que en un lugar determinado nunca estuvo quien siempre estuvo ahí, lo que resulta absurdo porque ese hecho -real o mítico- es de dominio público y siempre lo será.

Foto: Canal N.

Pero, pensándolo bien, esto último puede sonar demasiado optimista, pues quién nos garantiza que el censurador no termine prevaleciendo, ayudado por un enorme aparato destructor de toda conciencia crítica, como de hecho lo son la tevé basura, los diarios chicha y tantos otros subproductos de esta civilización del espectáculo que a diario padecemos y que no tienen cuándo acabar. Dicho esto, me pregunto qué diferencia esencial hay entre eliminar el arte mural, y por extensión, la cultura en todas sus manifestaciones, y la demolición de los Budas de Afganistán o de Nimrud y Hatra, cunas de la civilización (Irak), por parte de los fundamentalistas del Estado Islámico.

Aunque por suerte nunca tan violenta como en esos países asiáticos, la aplanadora del que tiene el poder en países como el nuestro arrasa con todo lo que le parezca diferente y desentone con la uniformidad de mentes, conductas y expresiones que se propone forjar, algo que por cierto nunca sucedería en una sociedad que se precie de justa, inclusiva y solidaria. El fundamentalismo, cualquiera sea su calibre, ama la tábula rasa, sospecha de los que dudan, aniquila de plano cualquier tipo de diferencia y, ni que se diga, disensión.

Ahora bien, soy un convencido de que, por lo menos en lo que concierne a la cultura, esta, para existir y perdurar, no requiere necesariamente del Estado ni de gestores, pues es inherente a todo quehacer humano, sin importar la raza, sexo, lengua o condición social. La prueba de ello es que, en el caso del Perú, esta sobrevive no obstante la absoluta pasividad y falta de visión del Ministerio de Cultura y la nula preparación de muchos de los que fungen de gestores culturales. Pero lo que no se puede permitir es que sean justamente las instituciones y los organismos públicos los que atenten activa y cínicamente contra la expresión de los millones de personas que sí tienen algo que decirle al mundo. Hay, pues, que quitarles la Browning.

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