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INCLUSO SU MUERTE FUE ALGO MÁGICO

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Es un jueves extraño. Acompaño con paso solemne el cortejo fúnebre de un tío al que no recuerdo haber conocido, en una ciudad que apenas conozco. Mi novia, que no ha podido estar conmigo, me envía un mensaje de texto: Gabo ha muerto, dice.

De pronto soy un extraño sintiéndose nadie dentro de un numeroso grupo de personas que avanzan por el asfalto como un río caudaloso. El sol intenta consumirnos, y somos apenas rescatados por el viento vespertino que sacude los árboles frondosos sembrados a cada lado del camino. Miro las montañas y pienso en Macondo, en el enorme diamante que no es tal, sino hielo. Y al observar el malecón y el paso del río, recuerdo los nombres más reales de mi existencia: Florentino y Fermina.

Me siento petrificado. Delante de mí, una banda de músicos interpreta un huayno cadencioso y triste. Una mujer me cuenta que el finado –mi tío- fue un hombre amable, muy enamorado de su esposa, un amor en tiempos en los que el matrimonio era un acuerdo pactado entre familias, un mecanismo para extender el poder sobre las tierras aradas, un ayllu decadente. Ellos fueron una pareja feliz, que aprendió con el tiempo que el amor implica constancia y firmeza y que se disfrutaron mutuamente a pesar de cualquier cuesta que la vida pudo dejarles. Sin embargo, a pesar de los buenos años y las pruebas superadas, la vida pasó la factura de los muchos años vividos en forma de cáncer sobre el cuerpo de aquella mujer que él tanto había amado. En el 2012,  terminada la fiesta del pueblo, en la que sus hijos oficiaron como mayordomos y que celebraron durante tres días en los que la gente comió y bebió en un informal sistema de relevo, su mujer cayó en cama y no volvió a salir sino hasta que tuvo que hacerlo en un ataúd.

Muerta su mujer, el hombre cayó en un estado profundo de depresión, alejándose de todos aquellos que intentaron animarlo y perdiendo el gusto, poco a poco, por sus programas de televisión, sus libros, sus paseos diurnos, sus timbas de viernes por la noche, y hasta por el mismo sabor de la comida. El hombre, entonces, anduvo como un alma en pena por la vieja casa en la que había compartido tanto al lado de ella y, a pesar de los constantes sermones de hijos y viejos amigos, no quiso siquiera asomarse a la carretera por donde solía hacer su vida cuando su esposa estaba viva. Luego de tantas noches insomnes y tardes de llantos incontrolables, el hombre, simplemente, dejó de articular palabra alguna, y ese silencio, sumado a su desgano y su inapetencia, lo convirtió en un espectro aterrador que asustaba incluso a sus propios nietos. Su vida espectral duró exactamente dos semanas, luego de las cuales el hombre se levantó muy temprano, tomó su traje de fiesta, fue a misa y regresó a casa para comer un plato de locro y conversar con algunos de sus hijos que, preocupados, habían llegado a visitarlo. Tras una breve charla el hombre se disculpó y pidió permiso para ir a  su cama. Sus hijos intentaron responder a la sonrisa cadavérica que les regaló antes de marcharse, y lo vieron recostarse y cerrar sus ojos con tal convicción, que supieron que no volvería a salir de allí sino como lo hizo aquella mujer que tanto amó cuando el cáncer le ganó la guerra.

“Deja once hijos y treinta y tres nietos”, me dice la mujer.

Mi teléfono suena, mi novia ha enviado otro mensaje: has una plegaria por él, escribe.

Entonces empiezo a llorar, incontrolable, mientras recuerdo las líneas de tantas novelas y cuentos, los primeros libros que tuve en mis manos, fruto de los paseos con mi padre por el jirón Quilca. Mientras recuerdo su prosa musical, sus historias sublimes, sus personajes de ensueño, sus mujeres indómitas, la forma tan pura de ver la existencia. “No se ponga triste, joven”, me dice la mujer, cubriendo su cabello cano con un manto mientras la banda entona una nueva marcha, “era un buen hombre”.

Asiento sin decir palabra alguna. Tengo un nudo doloroso en la garganta. Tomo aire y logro controlarme, entonces respondo con la voz cascada.

“Sí”, le digo, “Era un tipo fabuloso”.

La mujer me mira confundida. La banda desgarra sus trompetas y saxofones y en el cielo, de repente, empieza a formarse un arco iris. Siento algo de alivio al saber que el cielo también llorará conmigo. Apuro el paso y me mezclo con la gente, ya sin temor a mi llanto. A fin de cuentas, todos, ahí juntos, parecemos llorar por el mismo motivo.

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