Así se llamaba. Como se llamaban los autos de la década del 30 antes que el Ford pusiera de moda la palanca de cambios y el hilo negro. Así se llamaba Hudson porque su padre lo quiso así. Sí, Hudson Valdivia Basurco (1931 -1993), hijo ilustre de Arequipa y el mejor intérprete del poeta César Vallejo. De pronto, al mediodía abría la puerta batiente del bar Queirolo y con rictus de tipo duro miraba a todos y su sonrisa cambiaba el destino hasta del más oscuro parroquiano. Y así, cuando por las tarde uno mira la tierra rodar, aparece esa imagen de Hudson. El actor recio, el declamador sensible, del amigo tierno. Sí, el mismo Hudson Valdivia y sonriendo.
Hudson Valdivia Basurco fue el máximo intérprete de la poesía de César Vallejo y uno de los más notables actores peruanos. Egresó en 1954 de la Escuela Nacional de Arte Escénico y expuso su arte en países como Uruguay, Chile y Argentina, donde permaneció un año trabajando en teatro radio y televisión. En sucesivas temporadas la crítica lo consideró como el mejor actor nacional en obras como “El eterno marido” o “La Zorra y las Uvas”. Valdivia fue un animador luego de la escena limeña y trabajó para diversas instituciones oficiales como la Universidad del Aire de Radio Nacional, el Instituto de Extensión Cultural de la Universidad San Marcos y el Ministerio de Relaciones Exteriores, entre otros. Hoy, sus grabaciones “colgadas” en You Tube son visitadas por cientos de personas para “indagar” como recitaba César Vallejo.
Hace 20 años, Hudson murió cuando seguía persiguiendo cientos de proyectos artísticos. Y no estaba solo, con él lo asistían en sus planes Grover Gambarini y Vinces Davis. Y los tres ahora, están celebrando en mejor vida. Y desde aquí los saludo. Valdivia, de vida pergeñada de leyenda, actor excepcional y de voz estupenda, que tenía el carácter de los altos dramas griegos y del formidable parlamento shakesperiano, como lo definió su paisano, el formidable escritor Edmundo de los Ríos. Pero le tocó vivir en el país imposible donde no encontró escena operable y una tras otra las oportunidades se fueron diluyendo. El dramaturgo Alfonso La Torre escribió: “Ni Kierkegaard, ni Parain, ni Hegel podrán demostrarnos a los peruanos la dialéctica del dolor con tanto tormento como Hudson Valdivia”.
2.
Bohemio, le decían, a este hombre que había estudiado en la Escuela Nacional de Arte Dramático. Que fuese figura en el gran teatro de Buenos Aires y que de retorno al Perú hizo del mejor teatro, actuó en el cine y pasó por las telenovelas. De pronto, la vida le pegó un golpe certero. Un accidente de tránsito lo sacó literalmente de circulación. Entonces ahí lo encontré, en la trastienda del Queirolo. De aquella época es la frase ‘media res’. Felizmente ya no existe. Pero era así: “Mozo, una ‘media res”. Y con ese nombre la conocían en un tiempo remoto a la media botella de ron, blanco o rubio. Supongo porque la botella entera era un toro. De Miura, y el bebedor terminaba como Manuel Rodríguez “Manolete”, completamente muerto en la arena del alcohol.
Hudson Valdivia había instalado una academia de teatro. Y fue de esos maestros que se desvivían en traspasar la sabiduría de la dramaturgia. Y de pronto en la solemnidad del carretaje, en la silente trastienda se escuchaba en la voz de Hudson Valdivia por doble motivo: “Palomeque, ‘media res’”. Con su grito estentóreo se cumplían las dos valencias de una buena cantina. Uno que la voz de Hudson ya embriagaba de solo escucharla. Dos, que Palomeque pertenecía a una dinastía de mozos enjutos que habían dado abolengo y prez al tradicional bar-restaurante de los jirones Quilca y Camaná y cumplía sin chistar y pobre de él.
Hudson tenía una serie de argumentos y sus consecuencias tenían tres tiempos. Primero: uno era amigo de todo el mundo. Segundo: El mundo no era amigo de uno. Tercero: Había que destruir el mundo. Entonces, después de la tercera botella y tiradas a bajo todas las ideologías antes del neoliberalismo, uno se creía Superman pero de eso no tenían la culpa los mozos sino las benditas ‘media res’ que no sólo dejaba cicatrices en la tripa sino en los amores alcanforados que uno guardaba en el duodeno al terminar “perfectamente borracho” como decía el Cónsul Geoffrey Fermin, el protagonista de la novela “Bajo el volcán” de Malcolm Lowry.
3.
Era Lima de los años cincuenta. Y el sitio tenía sus personajes memorables casi como una novela de Dickens. Allá estaba la figura del pintor Sérvulo Gutiérrez en el Bar Zela de la Plaza San Martín, y la de Eudocio Ravines en el Café Viena del jirón Ocoña. Y entre la Panadería Los Huérfanos y el mítico bar Palermo, la figura del poeta Martín Adán deambula en su metáfora brillante de sombras. Así, uno podía escuchar al mismo César Vallejo cuando Hudson Valdivia lo interpretaba entre las mesas y manteles a cuadros. Lima y sus personajes; ciudad que se fue perdiendo con sus muertos brillantes.
En el Queirolo eexistía además un sujeto contrahecho de mirada cubista y caminar doblado. Lo llamaban “Pachín” y era una suerte de Toulousse-Lautrec en versión chiclayana. Y uno conversaba con don Amador Guimoye, natural de Chincha y Pedro Feijó, hijo ilustre de Tumbes, y hablaba cara a cara con un Sancochado de doble vida y dialogaba con un Sol y Sombra en mis fueros internos y fui curtido en las almejas en salsa inglesa. No voy a confesar que incurrí en el romance contra un Chilcano de guinda ni hablaré de mis amores con el Cuba Libre. Entonces Lima tenía prosapia por vocación y gusto y no pensaba en el pasadismo que pregonan hoy a quienes les vendieron una ciudad para el conflicto.
Hay una foto de Jorge Verástegui, el mejor gráfico de Lima con el perdón de Carlos Domínguez. Está Hudson Valdivia con la mano crispada y los ojos cerrados. Supongo que recita a Vallejo en sus clases diurnas en el Queirolo. Al fondo se observan las sillas británicas y las mesas de mármol dudoso. Es una foto que ataca a la memoria y sobre todo a las papilas gustativas. Es una foto que en todo caso da sed. Y ahora que lo pienso, el lugar fue nuestra universidad, Hudson, Grover y Vinces, nuestros maestros. Cuánto los extrañamos aquí a la distancia de la memoria como uno recuerda al músico Adolfo Polack Docarmo quien también nos dejó en estos días guardando sus silencios eternos, tan lejos, tan agradecidos, tan sedientos y sin ‘media res’.
HUDSON EN LA LITERATURA
Fragmento del relato “Hudson el redentor” (Lima, 2001) del escritor peruano Diego Trelles Paz (Lima, 1977).
«Otra más» le dice al cantinero. Con una mano en el bolsillo logra cerciorarse si la plata aún le alcanza para otra rondita de pisco. El chino Tito asiente sonriendo desde la barra. Hudson gusta sentarse en esa mesa cuya placa distinguen todos los que estrecharon un vaso con el desaparecido actor Hudson Valdivia. Él ignora quién es Valdivia y, sin embargo, no tiene inconvenientes en brindar en su memoria cuando algún amigo le invita un trago (…) Aunque tiene un par de novelas cortas que nadie se atrevió a publicar, no se dice escritor por pudor, porque el talento lo abandonó ni bien traspasó las barreras del hogar y se estableció en el Centro de Lima. Desde el momento en que comprendió que sus palabras nunca le darían de comer, decidió aprovechar las ajenas para hacer de su clase de lenguaje en un colegio fiscal, el simulacro de una cátedra literaria y la benefactora de sus madrugadas de desvelo. Esta noche, como otras, llega al local del jirón Quilca con su saco de corduroy marrón y una cafarena negra, sus jeans Levi Strauss clásicos y unas botas de minero que se consiguió a buen precio en el mercado Las Malvinas. Separa una silla de la mesa de Valdivia, ocupada por tres caballeros que ni se inmutan ante su maniobra, y desde el rincón contrario observa con indiferencia el tumulto mientras intenta divisar a algún viejo conocido. No lo encuentra. Aunque el movimiento de este viernes parece el de un sábado violento, toma las cosas con calma y, chasqueando los dedos, ordena un par de rondas. « ¡A tu salud, Hudson Valdivia: tu voz persiste!» dice en voz alta, adrede. « ¡A tu salud!» vitorean contentos los tres caballeros de la mesa aludida, esta vez prestándole atención y encorvando sus vasos de cerveza a la altura de sus frentes. El chino Tito, desde la barra del primer ambiente, es el único que advierte la ironía.