En el Isolina, Taberna peruana de Barranco la cocina limeña criolla ha fracturado el tiempo. La oferta es retro posmoderna y su carta o letrero intenta ser como aquellas que lucían las fondas de Lima y Callao con potajes que se habían olvidado frente a las modas. El origen es tripartito: Cazo de casa, perol de carretilla popular y olla de mercado. Solo un ejemplo, le han practicado un hemodiálisis al intenso Escabeche de bonito, plato de antaño, noble y próvido. El intento rejuvenece con brillo a dos potajes de interiores: la Tortilla de sesos y los Riñoncitos al vino.
Si existe la comida chatarra existe la ‘gastronomía cuchara’. El soperismo nacional vive incólume y expande su uso. En la carretilla se come con cuchara y a nadie le sacan tarjeta roja. Pero además, salvo en los pagos del Óvalos Santa Anita el Pan con orejita es casi imposible encontrar. ¿Orejita? Sí la cabeza de chancho tasajeada con dulzura. Como en elIsolina que ofrece Sanguches de pejerrey o hasta las sacrosantas Hueveras fritas. Dice su José Del Castillo, propietario del point barranquino que esa cocina merecía ser recuperada por ser la base de una cocina popular abundante y con tradición. Cierto, habría que exigirle más bien que los precios de los platos también sean como antaño, económicos y no como el cebiche combinado con el chicharrón de pulpo que cuesta 60 Nuevos Soles. (Eso es una traición a la tradición).
La nueva tendencia de la cocina peruana está enamorada del ardor del humilde prez de las carretillas populares. Los mejores restaurantes limeños van recuperando platos que la culinaria limeña criolla que muchos suponían olvidados. Artífice del amarre espacio/tiempo/histórico es Gastón Acurio. Su reciente libro Bitute en colaboración con Javier Masías así lo exponen. El rescate de potajes de Lima bien se lo merecían. Bitute, dícese del almuerzo o comida principal con troncha y resbalosa que se usa en toda la costa de Lima e Ica. Es voz sacalagua, como en el festejo de mi tío Pepe Villalobos, “Mi comadre cocoliche” y que remata con este estribillo: “Y a la hora del bitute, la jamancia va a sobrar. ¿Jamancia? Sí, el plato ejemplar, de mollejas, mejor.
Salón principal de Isolina: Asemeja a un comedor familiar.
2.
Por su exquisitez y variedad, comer en Lima es la negación absoluta del tiempo, pero sobre todo del lugar. La cocina masiva se desplaza sin solución de residencia, y es ilimitado el consumo de potajes y brebajes populares no en el restaurante sino en la carretilla, esa mesa y cocina movediza que invade nuestras calles. Ayer artesanal, de madera y con ruedas como de carruaje; hoy industrial, de hojalata y con llantitas cual coche de bebé.
La carretilla es multidisciplinaria y polifuncional. Opera de emergencias por el expendio de sus pócimas reconstituyentes, un arco de brebajes que van desde el emoliente hasta el caldo de gallina. En los márgenes de la ciudad existen también los carricoches del jugo de rana y el extracto de maca. Para el limeño, la dieta líquida es esencial, desde el agua de manantial hasta el suero intravenoso pasando por sus caldos.
La olla peruana no es precisamente el fasto de la opulencia sino más bien el sudario de la escasez. El aserto no gusta pero es cierto, de ahí la proliferación de platos en bases a vísceras y menudencias que recorren la hacienda nacional desde la herencia morisca con la colonia. Platos como el cau cau —guiso de papas con mondongo—, el anticucho —corazón de res—, la sangrecita —sangre de pollo con cebolla y yuca—, la chanfainita —guiso de bofe y papas—, la patasca —caldo con mote, mondongo y carne—, el rachi —panza de res—, la fritanga de hígado —todos antes segregados por el gusto burgués, rentista y pituco— se han revalorado en la primavera integral de un fogón nacional reivindicado y redimido.
Carretilla de Anticuchos Doña Pochita.
3.
En su ensamble comercial, la olla se extrapola entre la carretilla popular y el restaurante linajudo. Hoy ha surgido, no obstante, la llamada “barra”, una nueva especie de local con mostrador y cocina a la vista donde los parroquianos comen de pie entre efímeros y sudorosos. Un ejemplo es el fast food de comida marina y oriental de Toshi Matsufuji en la Av. Angamos en Surquillo. El antro breve, brevísimo, se llama ‘Al toke pez’ y con tres adjetivos, ‘rico, rápido y barato’ amén de la sabiduría japonesa, es orgullo de la circunscripción. Otras barras son resultado de sendas carretillas exitosas. En el centro de Lima, en el emporio comercial de Polvos Azules, está la de Ronald Abad, hoy abrigado por transnacionales de la comunicación. El carretellismo peruano, cierto, es símbolo del éxito fabril y corporativo.
Cierto, el usuario de la carretilla es mayoritariamente de planilla y jornal cuando despunta el día. Luego llegarán los empresarios de pymes o de galerías. Las amanecidas en el emporio textil de la zona de Gamarra, en el distrito de La Victoria, han generado una tendencia: los desayunos powers, caldos hirvientes y zumos de frutas. Además, chanfainas, salsa a la huancaína, motes y hasta cebiche, todo un combo montado (o un menú de combate) que los viandantes llaman el aeropuerto o el desmonte.
Barra Al toke pez de Surquillo: pescados y mariscos.
4.
En el escenario limeño, la carretilla es funcional y utilitaria. Coche estacionado súbito y efímero. Comercio del foodcart, como le dicen en Nueva York pero sin feng-shui. Con juego de vajilla y si acaso primus —fogón e infiernillo de excursión— amén de aparejos de higiene residual. La carretilla es tan de sustento mañanero como de antojos. Miles de limeños desayunan desde la madrugada en aquel volquete del jamar citadino. El pan francés, de tajo equidistante, se abre a huevos fritos o torrejas exigidos en abundancia. El atún o la palta, la mortadela o el pescado frito arrebozado se consumen en oleadas, con vasos humeantes de quaker, aquella avena del pobre, con ramalazos de leche vacuna o extractos de cocoa o chocolate del Cusco. Así, el tentempié es fortificante, básico y trascendente para el nuevo día.
La mayor parte del año los habitantes de Lima residen estoicos en la imperturbable liquidez de su atmósfera cruda y húmeda. El sol de Lima, al decir de Luis Loayza, es una quimera en la capital del otrora imperio del sol. Ahí su queja, el frío y la garúa. Lima es ciudad marina, de niebla y bruma. De abrigo y refugio. Los limeños suplen el calor climático con las lumbres de mates, caldos y chupes. No son frígidos pero están a buen recaudo. Plato de linaje es el Sancochado, con carnes y hortalizas, pero sobre todo el caldo. Caldurientos somos, no otra cosa. La gama es frondosa en la cuchara multiclasista. La sopa y los chupes —un consomé andino y con expediente cárnico— son el fuelle de su patrimonio. El caldo es transversal en la finca, en la quinta, en el callejón. El útero popular ha masificado la oferta gracias al avance de la carretilla, buque insignia de este estado eufórico que padecen los peruanos con el boom de su cocina, donde priman los emblemas alimenticios del honor.
5. CONCOLÓN
Solo en el Lima existen instituciones del yantar rotundo que no existen en otras latitudes: a] La cebichería, b] El chifa, c] La pollería. En ese orden. Una institución fundamental para el ego peruano es aquel ejercicio de encontrar el huarique perfecto. Dícese huarique al restaurante propio, recóndito e íntimo. Cada limeño también peca de sibilino en su vademécum personal y goza por descubrir el huarique del otro. Así el erario nacional de establecimientos en el arte culinario tiene sensualidad saporífera y enjundia de ollas matronales. En Lima, no puede existir un catastro de dónde se come mejor: pobres y ricos se unen en un solo ejercicio de sociedad secreta ante el yantar comunal. Seremos distintos pero comemos iguales. Así el premio para el limeño cosmopolita aunque clásico es lucir comedero personal, trago particular, sopa original y carretilla íntima.