Pequeña pregunta. ¿Qué fue aquello que se perdió en el camino… en el camino de la vida de cualquiera? De ti, de mí, de todos. Quieras o no quieras. ¿Hay manera de saberlo? Quién sabe. Lo que sí. Hay maneras de intentar saberlo.
La búsqueda. De todas maneras obsesiva, del propio yo… (bienvenido al infierno). Que incluye una multiplicidad de contradicciones de vértigo: la búsqueda puede ser (o parecer) abarcadora y autista, generosa y mezquina, sublime y ridícula, luminosa y confusa, trascendental y banal, necesaria e imperativa para quien la practica… incluso a pesar suyo, y, anecdótica, curiosa, entretenida, y rara… o ni tanto… o todo lo contrario, y —qué miedo o a mí qué me importa— contingente para los demás. Y desesperante y frustrante para uno. Esquizofrenia entre plenitud y vacío.
Pero la compulsión manda. Hay un algo, qué duda cabe, ineludible, que es… entre admirable y vergonzoso —y de veras arriesgado— en la enunciación misma de la primera persona en singular, cuando la cosa se plantea mínimamente en serio.
Separaciones, fusiones y confusiones fructíferas. El mayor interés de la película no está, sin embargo, en las imágenes que saltan por diversos espacios y tiempos, o en los diferentes diálogos con seres familiares o extraños, sino en cómo todo eso se concentra en el propio protagonista (definido en cierto modo por el ansia y la angustia). O, mejor dicho, en el personaje que crea. En el yo que se rebusca para repararse y reintegrarse (ante una ausencia o insuficiencia de sentido).
Personaje. Notablemente obsesionado en franco ‘estilo adolescente’ consigo mismo, con su pasado, con un agujero en el centro de su identidad, y, en consecuencia, con la tentación/tentativa de reconstitución (encantadora, mágica, imposible) de un paraíso perdido (en 8mm) que, aunque lo embriague y lo arrebate y lo succione con su imagen idílica, descubre también (aunque no termina de meter el dedo hasta el corazón palpitante de la llaga) regiones oscuras, inquietantes, ante las que ni la sola inocencia ni la pura obsesión bastan.
A la persona-personaje, en estado de entusiasmo constante; un ser emotivo, frágil, adicto a mitologías románticas y (con)sagrados valores burgueses, se le podría reprochar fácilmente (demasiado fácilmente, y salvadas las distancias) lo que una vez escribió Jonathan Rosenbaum sobre el cine de Brakahge; su indiferencia social ya que casi no salía del círculo de ‘mi mujer, mi casa, mi perro’. Uno podría, más suavemente, acusarlo cariñosamente de una suerte de narcisismo benigno.
Pero también, o igual, y hasta mejor, podrías voltear la acusación, acusando al cine ‘del otro lado’ de ser básicamente cobarde, acomodaticio y miserablemente impersonal, arrodillado crónicamente, sin pena ni gloria, ante las exigencias —no precisamente llenas de un deseo de exploración e innovación artísticas— del maldito mercado. ¿Industria cultural por encima de la autonomía de la expresión individual, consustancial a la democracia y al progreso (no se rían)? ¿Y qué queda del arte, entonces (tampoco se rían)?
En resumen. Esta película no penetra mares abisales para devolvernos animales fantásticos pero valoro su sinceridad y su afán de búsqueda.
Nota. Tal vez mis imágenes favoritas son dos. Los ex submarinistas como niños pasando la mano por sus antiguos juguetes. La anciana en silla de ruedas, del parque a la torta, celebrando la vida.
En contra. El plano Dios, Patria & Familia. Plano admirativo y acríptico de un poder fáctico uniformado.
Final. El hogar buscado es el arte, el cine, la ficción, la obra, el juego discursivo (la investigación existencial) con las irrenunciablemente ambiguas y complejas imágenes.
El hogar es la honestidad de la incertidumbre que vive en las preguntas siempre abiertas.